Portal Cultural de Camagüey

domingo, mayo 19, 2024

El templo de La Merced

Se cuenta que donde está hoy la Plaza de los Trabajadores había hace siglos una laguna. Un día, a inicios del siglo XVII, comenzaron a oírse gritos y llantos entre los matorrales de la orilla.

Junto a aquellos, se escuchaban crujidos de árboles que caían atacados a hachazos.Los vecinos de la villa no osaban acercarse. Pasaron los días y se vio emerger entre los arbustos una iglesia blanquísima, y en la puerta un sacerdote con una cruz en la mano. Había surgido el templo de La Merced.

Pasó el tiempo, se secó la laguna y creció la villa. Era el siglo XVIII.

Un día se detuvo un maestro de obras. Iba hacia Santiago de Cuba a construir un templo. En sus acémilas traía planos y atuendos. En el Príncipe lo invitaron a que hiciera realidad su proyecto. El antiguo templo de La Merced, de embarrado y cal blanqueada, resultaba poco para los ya ricos y orgullosos vecinos.

No se sabe si a gusto u obligado, pero se quedó. En poco tiempo edificó un nuevo templo. Era tan hermoso que sacerdotes y vecinos homenajearon al arquitecto con un banquete.

Cuando la alegría estaba en su apogeo requirieron al alarife en la puerta de la iglesia. El buen hombre acudió al llamado. Jamás regresó…

Unos dijeron que se lo había tragado la tierra. Otros, que el diablo se lo había llevado para que no hiciera otro templo igual. Los terceros, que había sido emparedado por el diablo —la maldad— en contubernio con la tierra y la cal.

Autor: Héctor Juárez Figueredo

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La cruz de sal

Era la segunda década del siglo XIX. Unos pescadores se encontraron en una salina de Santiago de Cuba una cruz de sal. Admirados por tan curioso hallazgo la recogieron.

La cruz vino a parar a manos del principeño don Pedro de Alcántara Correoso y Usatorres, quien la donó al Padre Valencia. El venerado sacerdote colocó la cruz dentro de una urna de cristal en el extremo del altar mayor de la iglesia de San Lázaro. Allí la conocieron varias generaciones de camagüeyanos.

Pasaban los años y la cruz permanecía intacta ante la expectación de todos. Era dicho popular que el Padre Valencia había vaticinado que ocurrirían grandes acontecimientos cuando la cruz se deshiciera. Y la fantasía popular unía tremendas calamidades a la desaparición.

Un día la cruz se deshizo, pero no por ello el recuerdo desapareció.

Autor: Héctor Juárez Figueredo

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Leyenda de Dolores Rondón

Hay en el cementerio de la ciudad de Camagüey, en medio justo de una calle interior, un pequeño monumento. Fue erigido en 1933 por la alcaldía municipal sobre la base de una antigua tumba. En una placa de mármol aparecen los versos que varias generaciones de camagüeyanos han memorizado cual epitafio eterno.

Aquí Dolores Rondón
finalizó su carrera
ven mortal y considera
las grandezas cuáles son:
el orgullo y presunción,
la opulencia y el poder,
todo llega a fenecer
pues solo se inmortaliza
el mal que se economiza
y el bien que se puede hacer.

La poesía apareció hacia 1883. Estaba escrita con letras negras en una pequeña pieza de cedro pintada de blanco. Una estaca de madera dura la fijaba en la tierra de una tumba. Durante años, cada vez que la tablilla se deterioraba manos anónimas la restauraban. Así pasó medio siglo.

Dicen que Dolores Rondón era una bella criolla, con gracia y picardía, muy alegre, que llegó a ser orgullo del barrio donde vivía, algunos aseguraron que era hija de un catalán, propietario de una tienda mixta, y una mulata criolla.

Cerca de la casa de Dolores había una barbería que tenía por dueño a un joven mulato, que además de barbero era un polifacético buscador de vidas, nombrado Francisco Juan de Molla y Escobar, quien estaba locamente enamorado de la joven, la que a cambio le prodigó todo tipo de desplantes, desprecios y repulsas.

La niña Dolores se casó con un oficial español, lo que la hizo elevar su distinción social, cosa que no duró mucho pues el esposo murió tempranamente, quedando la joven prácticamente en el anonimato.

Años después alguien la identifica entre las enfermas de El Carmen, hospital para mujeres existente en la ciudad, y al conocer del grave estado de la amada, el barbero Francisco se hizo cargo de ella hasta el momento de su muerte.

De pobre fue el entierro, de pobre es la sepultura, y los lugareños le achacan las rimas del epitafio al desafortunado galán.

Desde entonces, todo el que llega al lugar donde se dice que reposan los restos de la Dolores, quedará envuelto por el misterio de la leyenda y la fragancia del pequeño ramo de flores que acompañan a la cruz y al epitafio.

Es la historia de un amor imposible, los desdenes de ella y las cualidades que él estimaba fueron sus defectos. Esta es la leyenda, inmortalizada en libros y hasta en piezas teatrales y, por consiguiente, enriquecida. Los historiadores han encontrado la existencia real de una parda, María Dolores Aguilera, hija natural, por lo que también aparece como Dolores Rondón. Nació en 1811. Murió de tisis en 1863, soltera y sin descendencia. Fue enterrada de limosna.

Tomado de Internet.

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La otra coronación de La Avellaneda

En 1859, al cabo de veintitrés años de ausencia, la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda retornó a Cuba. No era ya la inquieta adolescente que improvisara el soneto Al partir, a punto de ser arrancada de la Isla por decisión familiar, sino una mujer de cuarenta y cinco años, carnes opulentas, genio vivo y extenso prestigio como poetisa, novelista y autora dramática.

Había regresado en el séquito del nuevo Capitán General Francisco Serrano, pues su esposo, el Coronel Domingo Verdugo, aún con la salud quebrantada, venía designado para algún cargo militar. Esta vinculación incidental de la escritora con los círculos del poder colonial, hizo que algunos jóvenes intelectuales mostraran, si no rechazo abierto, cierta apatía hacia ella. Sin embargo, una presencia como la suya, no podía pasar inadvertida en el país.

Fue el jurista y escritor principeño don José Ramón de Betancourt, gran amigo de la poetisa y a la sazón director del Liceo de la Habana, quien tuvo la iniciativa de homenajear a tan ilustre hija de Cuba con un solemne acto en que se depositara en las sienes de la escritora una corona de laurel.

La ceremonia se celebró en el habanero Teatro Tacón, el 27 de enero de 1860. La velada contó con un programa demasiado extenso para los gustos de hoy, que incluía en la primera parte un concierto, entre cuyos ejecutantes sobresalieron el pianista Luis Moreau Gottschalk, oriundo de la Luisiana y por entonces de visita en Cuba y el violinista José White; en la segunda se representó por un conjunto de aficionados del Liceo, la pieza La hija del rey René, traducida del francés por La Avellaneda y la tercera estuvo dedicada, primero a un discurso de elogio a la homenajeada por Betancourt y luego a la lectura de poesías por notables autores locales: Borrero, Fornaris, Zafra. Mas, tratándose del homenaje a una figura de vida tan azarosa como Doña Gertrudis, era necesario que la noche tuviera un tinte novelesco.

Como la velada se alargaba, estimaron sus organizadores abreviar la lectura de poesías y proceder a la coronación. Apareció entonces en el proscenio, sin previo aviso, un personaje estrafalario, al que el célebre crítico Enrique Piñeyro describe así: “de tez amarillenta, todo negro: ropa, barba, cabellos; éstos además largos y mal peinados; con algo fúnebre en la apariencia, algo que hacía pensar en los retratos de Paganini, o en seres fantásticos, en vampiros[1].

Tal personaje, que según la tradición era un empleado de la administración pública, de apellido Muñiz, llegado allí quién sabe a través de qué influencias, se empeñó en la lectura de un disparatado romance, en el que se unían los evidentes desaciertos del texto con todos los defectos de una declamación enfática y ridícula. Parte del auditorio perdió la buena compostura y a las grandes carcajadas pronto se unieron los gritos de: fuera, fuera!

Mientras tanto, la homenajeada, sentada en un trono en el escenario, junto al anciano Conde de Santovenia, presidente del Liceo y algunas damas relevantes del Instituto, sufría en silencio el incidente. Como describe magistralmente el propio Piñeyro:

Al principio, inclinando el cuello avanzaba ella la cabeza como para darse cuenta de lo que podía significar la aparición inesperada; pero a medida que el escándalo crecía, iban sus ojos despidiendo llamas, lanzando dardos de fuego, que si hubieran podido llegar hasta el imprudente lo habrían seguramente convertido en polvo. Apretaba los labios con más y más fuerza cada segundo, y muy pronto descubrí, como un hilo rojo que colgaba de su labio inferior, una gota de sangre que se deslizaba silenciosa, arrancada por la impotencia con que en tal ocasión su inmenso orgullo e indomable carácter luchaban desesperados.[2]

Todavía, cuando al final del acto, fue depositada al fin en las sienes de la escritora, la pesada corona que en oro y esmalte imitaba el laurel, había en su rostro huellas del agravio, que no se borraría fácilmente de su memoria.

En cuanto al oscuro empleadillo Muñiz, volvió definitivamente a las sombras, pero aún allí conservó cierta influencia. El censor colonial prohibió absolutamente la inclusión de su nombre y del incidente en general en la prensa de la época, que sólo se ha podido recordar gracias a la crónica del citado prosista. El vampiro tenía sus protectores.

Un par de años antes de estos sucesos, en Puerto Príncipe se había reunido cien vecinos notables, para fundar la Sociedad Filarmónica, instituto de instrucción y recreo, que quedó bajo la presidencia de Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía. En ella se reunían los elementos más progresistas del territorio y durante su existencia, además de los bailes reglamentarios, se ofrecieron clases y conferencias de las más variadas materias, conciertos, representaciones teatrales y llegaron a contar con una de las bibliotecas más notables de la ciudad. Allí, además, se incubó la llama del independentismo, de ahí que la Sociedad se ganara pronto la aversión de las autoridades coloniales y que la mayoría de sus miembros más notables se incorporaran muy pronto a la insurrección en 1868.

No escapó a la novel Sociedad la presencia en Cuba de la ilustre escritora y ya el primero de enero de 1860 fue nombrada por unanimidad Socia de Mérito, lo que se le comunicó en una carta donde se enfatizaba el placer que tendría esta sociedad en verla algún día en su seno. La continua correspondencia de Don José Ramón Betancourt con su primo el Marqués de Santa Lucía, permitió crear las condiciones para una nueva coronación de Gertrudis: la que reclamaban los principeños en el seno de la Filarmónica.

El 10 de mayo llegó La Avellaneda a la ciudad. Como su temperamento jamás temió transgredir los convencionalismos sociales decidió establecerse en casa de Gertrudis Gómez de Avellaneda. No es un lapsus. Su padre, el capitán de navío Manuel Gómez de Avellaneda, destinado a un cargo en Puerto Príncipe en 1809, contrajo matrimonio allí con la criolla Francisca de Arteaga, y aunque al decir de su hija “era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes[3], resultó ser hombre dado a secretas aventuras amorosas, fruto de una de ellas fue una hija natural, a la que tuvo el capricho de dar el mismo nombre que a su hija legítima: Gertrudis.

Al parecer no desamparó el militar a este vástago, pues aunque no podía aspirar a codearse con la buena sociedad principeña, siempre tan memoriosa para detalles de cuna, debió dejarle algún peculio, pues ocupaba una casa no despreciable, ubicada en la confluencia de las céntricas calles Soledad y San Juan[4]. Allí se alojó la poetisa, a compartir recuerdos paternos con una hermana que le había sido escamoteada en sus días infantiles.

Aunque pronto se difundieron en salones y corrillos las habladurías sobre las singularidades de la escritora, los gestos de reconocimiento no se hicieron esperar. El 20 de mayo la Junta de la Filarmónica acordó adquirir un retrato suyo, como reconocimiento del talento de su esclarecida paisana.

Gracias a una crónica de Emilio Peyrellade publicada en El Fanal[5] sabemos cómo transcurrió el homenaje, celebrado al fin el 3 de junio de 1860. Servía como sede por entonces de la Sociedad el Palacio de los Marqueses de Santa Lucía, en Mayor y San Diego[6] que para la ocasión había sido adornado con flores y colgaduras, tanto la fachada con su extenso balcón de hierro forjado, como su escalera principal y el teatro de la planta alta, destinado a la ceremonia.

Una comisión de señoras acompañó a la Avellaneda desde su alojamiento hasta la Sociedad, a donde llegó en carruaje a las nueve de la noche. Allí la esperaban doce caballeros portando hachones encendidos y con acompañamiento musical. Junto a la escalera le dio la bienvenida la Marquesa de Santa Lucía y varias damas le entregaron ofrendas florales. Luego la condujeron hasta el teatro del piso principal donde fue ubicada en un sitial sobre el escenario. ¡Cuantos recuerdos se agolparían en su mente, entre ellos los no muy agradables del incidente en la coronación habanera! Muy probablemente el ser ubicada en esa posición, expuesta a las nada discretas miradas del público durante toda la noche, debió ser una prueba desagradable para ella.

La velada comenzó con la declamación por Doña Francisca Loret de Mola de unos versos de Esteban de Jesús Borrero compuestos para la ocasión, tras lo cual entregó a la homenajeada una corona de flores blancas en la cual iba atado el diploma de Socia de Mérito de la Filarmónica. Luego vino el extenso concierto, que fue iniciado por la Orquesta de San Fernando que interpretó la obertura de El asedio de Corinto de Rossini. Como por aquellos tiempos la afición por la ópera era una verdadera fiebre, se sucedieron ejecuciones de variados fragmentos de Los dos Foscari, El Trovador, Lucía de Lammermoor y  Los puritanos,  entre otras, por aficionados de la sociedad.[7] También lucieron sus habilidades cierto número de pianistas, quienes para estar a tono con los tiempos, interpretaron fantasías sobre temas operáticos compuestas por Hummel, Ascher y otros autores.

Tan extenso concierto no impidió que comenzara la velada literaria. Sucesivamente fueron ocupando el escenario para leer sus poemas: Antonio Nápoles Fajardo » hermano del Cucalambé, que firmaba sus composiciones con el seudónimo Sanlope » Francisco Agüero, Pamela Fernández, Augusto Barrinaga, Esteban Agüero. Un detalle que vino a recordar ciertas amargas contradicciones sociales fue lectura de un poema compuesto para la ocasión por el poeta esclavo Juan Antonio Frías, que fue leído por Joaquín de Quesada, miembro de la Filarmónica, pues aún en una sociedad de pensamiento tan avanzado como aquella era impensable la presencia de un negro, ¿qué pensaría de ello la autora de Sab?

Es muy probable que a estas alturas de la noche, La Avellaneda comenzara a albergar el temor de que tal desfile de personajes concluyera con la aparición de otro fantasmal Muñiz y es evidente que después de la lectura de un poeta más: Antenor Lescano, sintió la necesidad de ir abreviando aquella forzosa estadía en el trono y decidió emplear para ello todo su talento dramático.

Comenta Peyrellade en su crónica que la escritora, emocionada hasta las lágrimas tras la lectura de Lescano ※ cosa curiosa, pues aunque se trataba de un prosista ingenioso, era un poeta limitado, con menos dotes que algunos de los que le había precedido en el tablado ※ dirigió unas palabras a la concurrencia en las que evidenció su afecto hacia la tierra que la vio nacer y evocó la memoria de su madre […] la hija más amante del suelo camagüeyano quien dormía su sueño eterno en una tierra que no cubren las palmas y las cañas tropicales […] que no será regada jamás por las flores queridas de las márgenes del Tínima.[8] Dicho lo cual, dada la congoja que la embargaba, solicitó retornar a su domicilio.

Para coronar un acto de tal magnitud habían escogido los aficionados de la sociedad nada menos que una representación del tercer acto de la ópera Hernani de Verdi, en el que el rol de Elvira estaba a cargo de Amalia Simoni, mientras que el polifacético Miguel Adolfo Bello encarnaba el de Silva, acompañados por un coro de asociados. Tal esfuerzo había sido concebido para halagar a la insigne dramaturga, capaz de apreciar algo así, dada la estima que en la corte española se tenía por este género, que dominaba por entonces el Teatro Real madrileño. Es de suponer, pues, la conmoción que debió significar la retirada de la homenajeada.

Sin embargo, no eran aquellos principeños fáciles de desanimar. No sólo cantaron el fragmento lírico para su propio placer, sino que dieron cuenta del suntuoso buffet encargado para la fiesta y después bailaron a gusto…hasta las dos de la madrugada. Mientras tanto, no es difícil imaginarse a La Avellaneda, en uno de los corredores de la casona de Soledad, con una taza de tila o de jazmín en la mano, contando a su hermana los sucesos de la noche. Todo había sido tan profuso como en La Habana, pero al menos esta vez no había aparecido aquel espectro…

No se conservan testimonios, salvo la citada crónica, que se refieran a esa peculiar retirada de la escritora de tan elaborado homenaje, si algo pensaron de ello el Marqués y otros miembros de la Filarmónica, se abstuvieron de escribirlo. Al parecer actuaron como si nada hubiera sucedido.

La breve presencia de la escritora en el territorio sirvió de estímulo a las letras locales y ayudó a que fueran mejor estimadas las escritoras que por entonces aquí residían, como Brígida Agüero, Pamela Fernández y Martina Pierra, a las que prodigó palabras de aliento.

El 9 de junio marchóse la escritora de Puerto Príncipe, para jamás volver. No podía quejarse: había sido coronada dos veces en la Isla, aunque ello le hubiera ocasionado uno que otro sobresalto.

[1] Enrique Piñeyro: Sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda. En: Prosas. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p.384.

[2] Ibid, p.385.

[3] Gertrudis Gómez de Avellaneda: Diario de amor. Instituto del Libro, La Habana, 1969, p.12.

[4] Ignacio Agramonte esquina a Avellaneda.

[5] Emilio Peyrellade: “Obsequio a la Señora Avellaneda. El Fanal, Número extraordinario, Puerto Príncipe 6 de junio de 1860.

[6] Cisneros esquina a Martí. El edificio original no existe, hoy ocupa su lugar la Biblioteca Provincial.

[7] Entre ellos se encontraba Amalia Simoni Argilagos, futura esposa de Ignacio Agramonte, soprano de hermosa voz, según testimonios de la época, quien interpretó la romanza Caro nom de Rigoletto de Verdi.

[8] El Fanal, martes 5 de junio de 1860, p. 3.

Por: Roberto Méndez Martínez

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Las cuatro palmas

Era el 12 de agosto de 1851. Ya no se precisaba silencio. Habían cesado el redoble de los tambores y la descarga de fusilería que segara la vida, en la Sabana de Beatriz Méndez, a Joaquín de Agüero y tres de sus compañeros de armas.

Ellos, junto a otros hombres, se habían declarado en rebeldía contra España el 4 de julio de 1851. Y habían firmado una Declaración de Independencia, la primera aprobada en los campos de Cuba libre, en San Francisco de Jucaral.

Las familias distinguidas cerraron sus casas en la ciudad y se retiraron a las fincas. Se suspendieron todas las fiestas sociales y privadas en señal de recogimiento. Y las mujeres se cortaron sus abundantes cabelleras en demostración de luto y protesta, luego de circular una cuarteta conminatoria: Aquella camagüeyana que no se cortase el pelo, no es digna que en nuestro suelo la miremos como hermana.

Era necesario perpetuar la memoria de los mártires… Dos años después, cuatro robustas palmas reales se erguían en la antigua Plaza de Armas. ¡Ya los mártires tenían su monumento!. Con el pretexto de embellecer la plaza, y con la venia del municipio, se habían traído y plantado las palmas en los cuatro cuarteles en que se dividía aquella. La palma que estaba frente a la Sociedad Filarmónica (hoy Biblioteca Provincial), representaba a Joaquín de Agüero; la que estaba junto a la torre de la Parroquial Mayor, en recuerdo a Fernando de Zayas; la de la sacristía del templo, a Miguel Benavides; y la restante a Tomás Betancourt.

Al estallar la guerra en 1868, trascendió el simbolismo de las cuatro palmas y no faltaron los intentos de los integristas para derribarlas.

El visitante del actual Parque Agramonte verá junto a la estatua de Agramonte -y a la tarja que en la base de este monumento recuerda a Francisco (Frasquito) Agüero, primer mártir de nuestra independencia, ahorcado en 1826- cuatro palmas que hicieron exclamar a la insigne patriota Domitila García de Coronado: «[…] las palmas que se elevan enhiestas, y sus penachos parecen la cimera del casco de un gigante guerrero. ¡Árbol bello, símbolo del martirio, de la victoria […]; que la nueva generación cubana a tu sombra libre y feliz eternamente sea!».

Tomado de Internet.

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La Semana Santa en Camagüey

Una de las procesiones tradicionales de la Semana Santa era la del Santo Entierro. En ella se conducía el Santo Sepulcro en hombros de 14 ó 16 fornidos cargadores. Auxiliados de almohadillas pequeñas realizaban su conducción. Era típica por el especial y acompasado ritmo que empleaban.

El movimiento de balanceo hacía tintinear las campanillas e imprimía algo especial a la ceremonia. Con los años la procesión fue reduciendo su recorrido.

En los últimos años en que salió, ésta se iniciaba a las 8 de la noche. Partía de La Merced y tomaba por la calle Estrada Palma (antes Soledad, hoy Mayor General Ignacio Agramonte) hasta Avellaneda.

Seguido el Sepulcro por una imagen de la Virgen Dolorosa, se tomaba por Avellaneda hasta Luaces. Y por esta última calle hasta la Catedral. El Domingo de Resurrección salía el Santo Sepulcro de la Catedral.

En la parte superior iba la imagen del Resucitado, de pie y adornada de un valioso manto de púrpura y oro. Se encontraba con la Virgen de la Alegría en la esquina de Cisneros y Martí.Allí se verificaba el saludo de Madre e Hijo, haciendo ambas figuras un ligero movimiento de inclinación. Juntas seguían hasta La Merced.

Desde el siglo XVIII se efectuaban otras procesiones religiosas que salían en recorrido por distintas áreas de la población. Una de ellas comprendía las plazas de San Francisco, La Soledad, La Merced, y la de Armas (hoy Parque Agramonte). Era el recorrido denominado Via Crucis.

En las fachadas de aquellas casas frente a las cuales la procesión hacía determinadas paradas en función de la liturgia se colocaban cruces. Ante ellas los creyentes oraban o hacían la señal de la cruz. Existían las 14 paradas, situadas en casas particulares o iglesias.

Hoy quedan dos. Una en el extremo derecho a la entrada del templo de Nuestra Señora de La Merced. Otra en la casa de Avellaneda y Martí, considerada Monumento Local.

Tomado de Internet.

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La sombra de Agüero

Ningún suceso político conmovió tanto a Puerto Príncipe, antes del alzamiento de 1868, como la rebelión de Joaquín de Agüero. Es cierto que el ahorcamiento en la Plaza de Armas el 16 de marzo de 1826 de Frasquito Agüero y Andrés Sánchez conmocionó a la opinión pública, pero estos, quienes actuaban como agentes de Colombia, procurando levantar al territorio para que la sublevación fuera apoyada por tropas de Bolívar, no tuvieron tiempo de pronunciarse antes de ser delatados, aprehendidos y llevados al cadalso.

La represión militar española ahogó por un tiempo toda llama de insurgencia.En el caso de Joaquín de Agüero fue diferente. No actuaba él a nombre de potencia extranjera alguna. Era un ciudadano relevante, de gran prestigio social por haber realizado acciones notables como el costear de su peculio en Guáimaro una escuela pública o el haber emancipado a sus esclavos, de manera pública y a través de un acta notarial que los reconocía como ciudadanos libres.

De manera secreta, organizó un grupo de cincuenta hombres de confianza quienes durante un tiempo se prepararon en secreto para sus designios: iniciar en el territorio el levantamiento para obtener la independencia de España. A mediados de 1851 cuando el Gobierno descubrió la conspiración y envió a la prisión o al destierro a muchos de los participantes en ella, Agüero y un grupo de seguidores decidieron entrar en acción y el 4 de julio, reunidos en la Loma de San Carlos, jurisdicción de Cascorro, proclamaron la independencia de Cuba y emprendieron la marcha hacia Las Tunas, poblado que pretendían atacar por cuatro puntos diferentes durante la noche, pero su escasa experiencia militar y el lógico nerviosismo provocó una confusión y se enfrentaron en la noche dos de estas partidas, creyendo que habían encontrado una columna española, lo que hizo fracasar la acción. Poco después, ya reunidos de nuevo, tuvieron un encuentro con el regimiento de Isabel II dirigido por el Comandante Joaquín Gil, quien les causó varias bajas y algunos pudieron escapar heridos.

El 21 de julio algunos de los sublevados prefirieron rendirse a las autoridades de Nuevitas y juzgados por un Consejo de Guerra, se les condenó a muerte, pero se les conmutó enseguida la sentencia por la de diez años de presidio fuera de la Isla.

Joaquín de Agüero y sus más fieles seguidores procuraron ganar la costa, para desde allí embarcarse al extranjero y reorganizar la conspiración. Desdichadamente, confiaron en un individuo que les ofreció los medios para salir por «Punta de Ganado» y en realidad avisó al Capitán del Regimiento de Cantabria Antonio Conus, quien se dirigió al lugar con su tropa y los aprehendió. Remitidos a Puerto Príncipe, fueron encarcelados en el Cuartel de Caballería[1]  y juzgados por un Consejo de Guerra, fueron condenados a muerte: Joaquín de Agüero, José Tomás Betancourt, Fernando de Zayas y Miguel Benavides, mientras que Miguel Castellanos y Adolfo Pierra fueron sentenciados a diez años de presidio en Ultramar.

Se dice que muchas personas relevantes intercedieron ante el Gobernador para que conmutaran las sentencias de muerte, pero este se negó. Entonces el verdugo Callejas fue envenenado,  su cuerpo apareció misteriosamente en la Plaza de Armas  y no se lograba que funcionara el «garrote vil»[2], pero los militares decidieron que debían ser fusilados.

 La sentencia fue cumplida el siguiente 12 de agosto, a las seis de la mañana, en la Sabana de Méndez[3]. Por temor a las reacciones de la población, el lugar fue estrictamente vigilado por las tropas. Paralelamente muchos vecinos notables de Puerto Príncipe eran puestos en prisión, remitidos a las autoridades de La Habana o desterrados del país por orden del Mariscal Lemery, enviado al territorio por el Capitán General Concha, para sofocar el espíritu de rebeldía principeño. Aún personas ajenas a los afanes conspirativos sufrieron estas medidas, simplemente por ser criollos distinguidos en el terreno intelectual o cívico.

En el ambiente opresivo de la ciudad por aquellos días comenzaron a suceder cosas singulares. Numerosas criollas se cortaron el cabello y los hombres se vistieron de oscuro como señal de luto por los fusilados y así se exhibieron en las áreas de paseo, mientras las familias más notables preferían cerrar sus salones e irse al campo pues consideraban indigno el ofrecer bailes y diversiones en días tan aciagos.  Circulaba la voz popular una cuarteta:

Aquella camagüeyana

que no se cortase el pelo,

no es digna que en nuestro suelo

la miremos como hermana.

Más aún, la música no permaneció al margen de estos movimientos de rebeldía. En 1852, Vicente de la Rosa Betancourt, clarinetista de la Orquesta de San Fernando conformada por músicos «pardos» o «de color»- como entonces se decía-, compuso la danza La sombra de Agüero. Esta ganó inmediata popularidad tanto en este territorio como en Santiago de Cuba, nadie podía impedir que se ejecutara esta «inofensiva danza» aun delante de las autoridades, inclusive las bandas militares la ejecutaban bajo el título más breve — y menos comprometedor— de La sombra. Otro clarinetista de la misma agrupación, Nicolás González, compuso Los lamentos, también dedicada al mártir, que fue interpretada por primera vez por la principeña Luisa Porro y Muñoz  y ganó rápida celebridad en el territorio. La primera de estas obras parece haber motivado el poema juvenil de Luisa Pérez de Zambrana, «Impresiones de la Danza La Sombra», publicado en la revista Brisas de Cuba en junio de 1855.[4] Hasta la música servía como instrumento de protesta.

José Antonio de Miranda Boza había obtenido autorización de las autoridades coloniales para sepultar en la bóveda familiar,[5] los cadáveres de Joaquín de Agüero y Miguel Benavides. El Día de Difuntos del propio 1851, apareció allí, medio oculta bajo una corona, una tarjeta que decía:

Víctima triste de un amor sincero

sentido por el hombre y por la gloria,

aquí reposa Don Joaquín de Agüero:

Su vida guarda la cubana historia,

su muerte llora el Camagüey entero.

                   12 de agosto de 1851.[6]

Se alarmaron las autoridades y el administrador de la necrópolis  fue a ver al propietario de la sepultura, pero este afirmó que nada podía aclarar del asunto. Dicha tarjeta era renovada periódicamente los Días de Difuntos hasta el inicio de la Guerra de los Diez Años. Luego volvió a aparecer. En el presente siglo el epitafio sufrió una variación en el tercer verso que se convirtió en:  «yace aquí el adalid Joaquín de Agüero». La bóveda fue modernizada en 1934 y años más tarde los descendientes de Francisco Agüero, «El Solitario», sufragaron una tarja de bronce con el citado epitafio.[7]

Mas los homenajes secretos no cesaban. En 1853, siendo Alcalde Ordinario el propio José Antonio de Miranda y Boza, como no era posible levantar un monumento público a los mártires, pidió a su hermano Agustín que hiciera traer de su finca cuatro palmas, que hizo plantar en los cuatro ángulos de la Plaza de Armas. La excusa oficial era que daría «bonito y original aspecto a aquel lugar»[8] Sólo una élite de criollos conocía aquel oculto simbolismo: la que se encontraba frente al Palacio de los Marqueses de Santa Lucía[9] representaba a Joaquín de Agüero, la ubicada junto a la torre de la Parroquial Mayor estaba dedicada a Zayas; la que estaba cerca del fondo del Templo, hacia la calle Candelaria[10] se consagraba a Benavides, la restante, próxima a la esquina de San Diego[11] se levantaba en memoria de Betancourt. El propio alcalde y tres amigos de confianza se encargaron de custodiar cada una de esas plantas.

La leyenda de las palmas trascendió a la voz popular años después, al iniciarse la guerra del 68. Enterados los «voluntarios» españoles de aquella significación patriótica, pretendieron derribarlas, lo que fue impedido por dos intelectuales relevantes: Don Manuel de Monteverde y Don Juan García de la Linde quienes lograron del Comandante General, Brigadier Mena, una orden que prohibiera tal desafuero. De ese modo, en plena colonia, siguieron alzados esos monumentos al decoro, sin que nadie pudiera tocarlos.

Lamentablemente, lo que no pudo la represión española lo logró la arbitrariedad republicana y en junio de 1926, en una reforma de la Plaza, ya convertida en Parque Agramonte, se proyectó eliminar las palmas, lo que motivó la airada protesta de numerosas escuelas públicas y varias personalidades como la escritora Domitila García de Coronado. Las plantas fueron respetadas, pero unos diez años después, en otra reforma de esa área, el alcalde Francisco Arredondo Morando ordenó sustituirlas por grupos de tres en cada ángulo, lo que debilitó el simbolismo original, así permanecieron durante años. En 1948, a iniciativa de los Ferrocarriles Consolidados, fueron develadas sendas tarjas, identificado a cada uno de los héroes cuya memoria se honraba.[12] En la última versión del parque, inaugurada el 2 de febrero de 2001, fueron ubicadas las palmas según la distribución original.

Una última leyenda en torno a Agüero: la voz popular aseguraba hasta hace unos años que apenas fue fusilado el Adalid, un niño se acercó al lugar de la ejecución y mojó su pañuelo en la sangre recién vertida para conservarlo como una invitación a continuar la lucha y más aún, que este atrevido infante era Ignacio Agramonte. Tal anécdota no tiene visos de realidad: la zona en aquel día estaba de tal modo vigilada que era imposible el acceso de un particular ella, no hay además evidencia escrita del Mayor o de sus allegados que confirme el hecho y nadie ha podido asegurar que vio la prenda. Simplemente la sabiduría popular unía así dos héroes: al Precursor de la Independencia y al Mayor que iba a erigirse en el más alto representante de su espíritu.

[1] Hoy Museo Provincial «Ignacio Agramonte».

[2] Instrumento compuesto por un tronco al que se amarraba al reo, sentado, su cuello era fijado en un collarín, que era ajustado con un tornillo, hasta causar la muerte. En Puerto Príncipe se empleó desde 1831, en sustitución de la horca, hasta inicios del siglo XX.

[3] Hoy se le conoce como Plaza Joaquín de Agüero

[4] Cfr. Octavio Smith : «La muchacha y la sombra». En : Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, mayo – agosto, 1977, p.51-69.

[5] Este panteón tradicionalmente ha pertenecido a la familia Miranda Piloña.

[6] Este epitafio ha sido atribuido a José Ramón de Betancourt. Este autor, en Prosa de mis versos, Tomo I, p. 199, narra su misteriosa aparición y transcribe el texto, pero no se atribuye su paternidad.

[7] Por tradición oral se ha conservado la afirmación de que esta última versión del epitafio fue realizada por Josefina Agüero Poveda, hija de Francisco Agüero Agüero y sobrina de la poetisa Brígida Agüero.

[8] Cf. Marcos Tamames: De la Plaza de Armas al Parque Agramonte. Editorial Acana, Camagüey, 2001, p.75.

[9] Hoy Biblioteca Provincial.

[10] Hoy Independencia.

[11] Hoy Martí

[12] Cf. Marcos Tamames: Ob. Cit, p. 155-156.

Por: Roberto Méndez Martínez

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La Villa de Puerto Príncipe

Es el símbolo del poder económico de la jurisdicción en el siglo XVIII, un poder que no solo tiene por base a la agricultura, la ganadería y el contrabando de sus productos —pues cuenta además con azúcar, quesos, jabón, velas, almidón y casabe con gran abundancia y algunos tejidos de yarey como sombreros, serones, javas, petates, etc.

Sino que, además, comienza a participar del desarrollo azucarero iniciado en la isla, pese a los inconvenientes de la lejanía del puerto y de la centralización del producto en un monopolio controlado por La Habana y Santiago de Cuba. La agricultura y la ganadería llevaron el rol principal, en un intenso comercio concerniente a carnes saladas y cueros con los ingleses, franceses y holandeses, quienes necesitaban mantener la mano de obra utilizada en el sistema de plantaciones generado en el Caribe.

Políticamente, durante la centuria hubo una inestable subordinación a Santiago y La Habana, lo cual repercutió en la postura del poder local ante las determinaciones propiamente municipales. Desde el punto de vista social, el estar al margen de un férreo control, desarrolló una «libertad» que posibilitó el surgimiento de una responsabilidad traducida en orgullo local. El panorama económico, político y social repercutió en la configuración urbana del siglo XVIII.

Santa María del Puerto del Príncipe

Puerto Príncipe fue establecido. En 14 años, la villa conoció tres asentamientos. El primero le dio su nombre: el Puerto del Príncipe. En el siglo XVI los colonizadores habían bautizado así a la actual bahía de Nuevitas, en la costa norte. En un punto al oeste del interior de la bahía fue fundada la villa, bajo la protección de la Santísima Virgen María. De allí su nombre completo: Santa María del Puerto del Príncipe, que con el tiempo se reduciría a Puerto Príncipe, aún cuando se alejara poco a poco del mar.

La llegada de los colonos sevillanos (campesinos experimentados) decidió el traslado hacia terrenos feraces. Era el año 1516. Se adentraron muchas leguas (municipio Florida). A pesar de lo lejano, mantuvo su nombre inicial de Puerto Príncipe.

A principios de 1528, el nuevo éxodo condujo a la villa más al sur, a Camagüey. La aldea estaba en el ya frecuentado camino de Sancti Spíritus a Bayamo, y entre los ríos Tínima y Hatibonico. Se le conocía simplemente como Puerto del Príncipe, en ese propio siglo XVI. Con el tiempo terminó reduciéndose: Puerto Príncipe.

Camagüey, su nombre oficial desde 1903, es una ciudad colonial que conserva mucho el encanto de su pasado. Ha pasado a la historia como legendaria, cuna de patriotas y suelo de mujeres hermosas.

Su trama urbana, en la parte antigua, semeja a una ciudad cristiano – musulmana andaluza: calles estrechas y sinuosas que se abren en plazas y plazuelas, casi siempre con una iglesia parroquial que definía una barriada. Su centro histórico es el de mayor extensión del país y del Caribe. El barro marcó sus construcciones: muros de ladrillos y techos de tejas; y en los patios, sus tinajones.

Hoy la ciudad de Camagüey tiene, después de la ciudad de La Habana, la mayor extensión urbana del país: 70,5 km2. Su población, cercana a los 300 000 habitantes, sólo es superada por La Habana y Santiago de Cuba.

El trazado caprichoso que se fue dibujando en los vaivenes de la villa, adquirió su forma actual a mediados del siglo pasado.

Paisaje Urbano

La imagen urbana de Puerto del Príncipe estuvo condicionada por el medio geográfico en el cual se asienta definitivamente en 1528. En una extensa llanura y equidistante del mar, El Príncipe se distingue en el siglo XVIII por presentar como bordes naturales los ríos Tínima y Hatibonico, elementos que personalizarán la imagen urbana con insustituible significación dentro del imaginario de los habitantes, quienes ante la ausencia de murallas que delimiten la zona rural de la urbana, solían referirse a la poblada con el nombre de intrarríos, mientras que más allá de estos afluentes, donde transcurre la vida rural, le llamaban extrarrìos. Solo el norte, que da acceso a los surtideros del Jigüey y de la Guanaja, está limitado por tierra. En estos puntos, en el primer cuarto de siglo, dos importantes obras de ingeniería van a enriquecer dicha imagen: los puentes levantados sobre ambos ríos.

Pero de manera general, a inicios del XVIII, la villa resulta prácticamente anónima en sí misma, en tanto el sistema de referencia que permite a los habitantes orientarse y vivir dentro de ella dista del carácter autonomo que, dentro de lo urbano, llegaráán a ocupar los elementos citadinos que la integran. La casa de un Don – «que a nadie se trataba de don: excepto tal cual eclesiástico, o empleado de alta categoría»-; el pequeño establecimiento de un comerciante o el grupo de ellos, y el singular oficio de un herrero, carpintero o albañil, resultaba eficiente para familiarizar un sitio urbano. Antes de la existencia de una ley que orientase la colocación de nombres a las calles, surgió espontáneamente, la primera señal de su autonomía como espacio público: un nombre propio.

Para nombrar los principales ejes los pobladores se apoyaron en las obras de mayor connotación simbólica: las del repertorio religioso. La imagen urbana del primer cuarto de siglo se correspondía, siguiendo los criterios apuntados por Fernando Chueca Goitía, con una «aldea», en tanto no existía aún el «alma ciudadana» que hiciera valer lo habitable como un conjunto en sí mismo. La calle es apenas el enlace entre la iglesia, la plaza, y un conjunto homogéneo de construcciones de apariencia habitacional, pues las edificaciones de carácter público existentes formalmente son representativas del repertorio doméstico. Cuando se desea distinguir la función pública de un inmueble, dada la carencia de elementos que la singularice dentro del entorno, se recurre al uso del escudo de armas en sus fachadas, elemento utilizado también por importantes familias para legitimar su posición social.

En esta etapa la configuración de los espacios públicos ya había determinado un trazado en «tela de araña» que, al tiempo de generar una imagen incoherente, en comparación con el ideal de la ciudad renacentista acentuó, por su peculiaridad, la familiaridad de los habitantes con su entorno urbano. La identificación del Príncipe, a diferencia del canon de la ciudad hispanoamericana, está determinada por la ausencia de claridad en la forma.

Las visuales cortas y sorpresivas, determinadas por la estrechez de sus calles, la existencia de pasos cortos y los caprichosos vacíos dejados por los propietarios de los solares, simularon un lugar caótico e ilegible, del cual no debían estar ya muy orgullosos los moradores más ilustrados del XVIII. El obispo Morell de Santa Cruz, en informe a Su Majestad, observa que la villa está formada por 24 calles, caracterizadas por el «poco nivel que guardan y las muchas callejuelas que incluyen las cortan, y desgracian». Se trataba, al decir del profesor Paul Spreirenger al referirse a las ciudades medievales, de una ciudad «demasiado inmediata, tangible y personal, repleta de pequeñas escenas y sonoridades». Físicamente resultaba incoherente; sin embargo, por su sentido práctico en la comunicación, constituía un tejido de fácil lectura para quienes moraban en ella.

Las edificaciones religiosas, aún ajenas a una fisonomía relevante desde el punto de vista constructivo en las primeras décadas, marcaban los puntos de partida y llegada de las principales calles —sendas—, las cuales con sus pequeñas plazuelas de descanso, otorgaban jerarquía a una que otra casa, singular por ser de dos plantas o por haber elevado el puntal para lograr mayor ventilación.

Las calles de conexión entre las iglesias, definieron los principales ejes de la trama citadina y constituyeron identidades vigorosas al representar ejes de destinos y puntos de origen. La distancia media entre los centros religiosos servía de referente eficaz para identificar los barrios, aunque visualmente sus bordes no estaban representados por signos aprehensibles dentro de la imagen. Por otro lado, se trataba de una organización espacial subordinada a la cambiante feligresía del siglo, como resultado del incremento demográfico y el consiguiente crecimiento de la villa.

Las construcciones religiosas, cuya identificación por parte de los habitantes estaba sustentada más en los vínculos históricos que los unía con las instituciones que en la forma arquitectónica, perfilan el imaginario urbano del siglo XVIII. Las calles principales (reales) portan doble significación: por un lado, jerarquizan la imagen de la ciudad como entidad religiosa; por otro, brindan disímiles sonoridades en el transcurso de un eje o calle. Las obras de mayor realce se encontrarán cercanas a los extremos y a los espacios que sirven de descanso al recorrido, en su intermedio quedan ubicadas las más sencillas, los símbolos de menor rango económico. La diversidad resultante ofrece una rica textura urbana.

¿Planificación Urbana?

Aunque el primer plano de la villa del cual se tiene referencia corresponde a 1747 existen claras evidencias para inferir que en el de 1774 -plano levantado por el agrimensor don José Fernández y Sotolongo- debió dibujarse el contraste entre el centro y las periferias. En el centro existía un «plato roto» limitado por dos zonas: la que se extendió en intrarríos al norte, siguiendo el eje que comunicaba con los embarcaderos del Jigüey y La Guanaja, y el barrio de La Caridad, que bordeaba el Camino Real a Cuba, por el sureste.

De un lado, la incipiente clase comercial prolongaría el gremio establecido en la Calle de los Mercaderes calle Maceo prolongada con la de la Reyna, hoy República—; del otro, la prohibición de la venta de terrenos iniciaría una reconsideración del valor de los ejidos, que aumentarían considerablemente su precio y, más tarde, pasarían a formar parte de una subasta a la que concurrieron los más importantes hacendados de la villa para establecer sus casas quintas o de recreo. Ambas zonas, por su limpieza, ofrecen la posibilidad de ser urbanizadas a partir de las nuevas reglas y ordenanzas.

Pero la pretensión de los principeños de «enmaderar las calles» en 1783 y la labor de los alarifes públicos al detectar «las fábricas que hay mal construidas en esta villa por falta de instrucción en los carpinteros y albañiles que sin la debida aprobación las han obrado»,entre 1784 y 1786, son muestra del interés por renovar el lenguaje formal que caracteriza la villa. En la década del 90 se llegan a plantear serias regulaciones que podrían considerarse como antecedentes de las conocidas ordenanzas municipales aprobadas en 1856 por el Gobierno General de la isla. Una nota redactada por el Cabildo el 10 de enero de 1794, plantea «que no se hiciesen pretiles, ni calzadas, ni reedifiquen de nuevo sin intervención del alarife público y con cuenta de los señores comisarios de este cabildo para que demarquen el ancho y alto que han de tener para resguardar [el servicio] de las casas sin perjuicio del público a quien debe quedarle desembarazado todo el ámbito de la calle».

Con el crecimiento urbano, algunos puntos comenzaron a cambiar su simbología y, con ello, el ideal urbano. Los conventos dejaron de estar en las afueras y se disecaron las lagunas que obstaculizaban el crecimiento por el oeste y norte de la villa. Como resultado, en las nuevas zonas surgió un sistema de ejes que expresó el paralelismo de calle irrecuperable en la zona de asentamiento original.

Ciudad Letrada

Referente a los símbolos del poder civil, la ciudad del XVIII no recibe discursos legibles desde el punto de vista formal. En su lugar, las costumbres y las experiencias vividas por los moradores van a dar significado a los espacios en los cuales se anuncia o manifiesta el poder a la sociedad. La Casa del Cabildo, el principal inmueble en muchas ciudades, apenas difiere de la Iglesia Mayor y queda ubicada en un lugar poco privilegiado dentro del núcleo urbano.

Durante la primera mitad del XVIII la imagen de la villa Santa María del Puerto del Príncipe muestra una consolidación urbana acorde con el desarrollo de su economía. Las transformaciones se manifiestan en obras aisladas y puntuales en el centro, los límites y fuera del área urbana heredada del siglo XVII.

En el último cuarto de siglo se observa un incipiente interés en recuperar una imagen urbana que responda a los horizontes culturales que predominan en el continente americano. Las transformaciones conducentes a una nueva imagen están definidas por varios elementos, entre los cuales cobran singular significación la trasgresión de los límites físicos heredados del siglo XVII y la consolidación de un paisaje arquitectónico, acciones sobre las cuales parece afianzarse la identidad de los «camagüeyanos».

El acercamiento a los cambios operados, por su lado, marca las condicionantes que permitieron a los habitantes generar un sistema de signos propios que se van a expresar en la imagen urbana del XVIII, al tiempo que avala la incorporación de los principeños al «progreso» de las ciudades cubanas en esta centuria.

Zona Extrarríos. El Barrio de la Caridad

Los principales cambios ocurridos en esta zona durante el siglo XVIII estuvieron estrechamente vinculados al Santuario de la Virgen de La Caridad, por el oriente, y el Lazareto, por el occidente. Pese a la barrera natural que representaba el río Hatibonico, el área densamente poblada optó por este límite para las transformaciones que repercutirían en la imagen de la ciudad. El puente de La Caridad definía la zona destinada a la producción agraria y ganadera, en la que se hallaban los sitios, labranzas y cría de animales. Más allá del Tínima, las propias características del Lazareto, como sitio de reclusión para enfermos infectocontagiosos, definieron su ubicación en un paraje alejado de la población, en un punto cardinal contrario, al tiempo que constituyó una zona de peregrinaje de fuerte arraigo humanista.

Hasta el año 1734 los indios, con rituales propios de una cultura afianzada en la naturaleza, debieron crear alrededor del culto a la Virgen un espacio personalizado por un ambiente alegre —a criterio de los españoles—, panorama que continuó reinando con posterioridad al acto exvotista de la familia Bringas-Varona, consistente en la construcción de una sólida edificación para las ceremonias. Distante del circuito de centros religiosos cuyos patronos estaban legitimados —traspolados— desde tiempos inmemoriales, el lugar no tardó en convertirse en un centro de actividades singulares por tratarse de un culto popular generador de un ritual de naturaleza y factura muy diferente al que se hace en otras iglesias católicas.

La construcción del edificio en terreno poco urbanizado posibilitó el predominio de una geometría ausente en la zona intrarríos y creó un fuerte acento, por contraste, en la imagen de la ciudad total. Alrededor del hito, de renovadas características formales en el ámbito arquitectónico de la localidad, comenzó una rápida trasformación de la escena urbana con «una casa de alto en la misma plaza de La Caridad, casi frente del Santuario, para que vivieran dos capellanes». También se levantaron algunos bohíos y aquel lugar tomó el nombre del santuario: La Caridad. El río como límite —o borde— heredado, creó la confusión de considerar el nuevo conjunto urbano como barrio o pueblecito pese a un proceso de desruralización de la zona que parecía integrar una y otra área.

En poco tiempo se consolidó la urbanización del Camino de Cuba, y se generó una importante senda, tanto por sus características visuales como por jugar el rol estructural de comunicar la zona urbana con la «rural»; el puente de La Caridad subrayaba la conciencia de «entrar» y «salir» al nuevo barrio y/o a la ciudad. La jerarquía de esta zona se acentuó por la ubicación del santuario en una elevación, las características sociales y culturales de los moradores y el tipo de exvoto que generaba el culto al punto de distinguirle por «un territorio alto, y divertido», al decir del obispo Morell de Santa Cruz.

En 1756, una vez cruzado el río, comenzaba «una calzada de ladrillo: ésta corre como a tiro de cañón hasta la iglesia llamada la Caridad», lo cual indica, en la segunda mitad del siglo, la preocupación por modernizar los terrenos aledaños al puente afianzando la identidad urbana de la zona y validándola como entidad separable y reconocible por sí misma. Los nuevos propietarios van a encontrar en ella la posibilidad de distinguirse como grupo social; distante de la heterogénea textura y de acuerdo con sus posibilidades económicas configuran un medio físico que contrasta con la vieja ciudad. Surge así una morfología cuya cualidad física se distingue por los ángulos rectos en las manzanas y por su visión racionalista.

El centro de la villa y los símbolos del poder

En el núcleo de la villa, los edificios símbolos de poder y orden, la iglesia y el cabildo, mantienen la apariencia de la arquitectura doméstica o no la sobrepasan, pero se distinguen y reconocen por su significación social. La plaza central —indistintamente conocida por de Armas, de la Iglesia, de la Parroquial o del Mercado—, la iglesia, el cabildo-cárcel y las edificaciones de las principales familias forman los símbolos de poder que se manifiestan en el espacio público. Dicha polifuncionalidad la define como el sitio en el que tienen acción simultánea los ejercicios de las tropas de guarnición de la villa, la colocación de la horca para ajusticiar a los condenados y el centro comercial al que acuden negras vendedoras y compradoras junto a blancos abastecedores.

Pero, además, es el escenario de los enterramientos en el lateral de la Iglesia Parroquial, punto focal de las actividades religiosas más importantes de la villa y ambiente social propicio para la lectura de los bandos y órdenes reales dictados por la metrópoli. En suma, la plaza es el núcleo político, civil y religioso de la vida urbana, significación que mantiene durante todo el siglo. Otros factores distinguen a la plaza: estar ubicada en el punto más elevado de una topografía que presenta pequeños desniveles y responder a una configuración geométrica definida. La sencillez de la forma es precisamente el primer elemento que permite su aprehensión y reconocimiento. A ello se suma el franco contraste con las enrevesadas calles que la circundan, elemento que fortalece la imagen del nodo. Ante el aparente caos de las calles tortuosas, este espacio resultaba un área reconocible como núcleo urbano de la villa.

A lo largo de la segunda mitad de la centuria, a partir del citado espacio-núcleo, se van a dibujar un grupo de plazas que al estar interrelacionadas entre sí, señalan un circuito de singulares nodos, cuya individualidad se acentúa en la medida en que se consolidan las edificaciones que definen su estructura espacial, al tiempo de dibujar un policentrismo que habrá de repercutir en la centralidad cultural de la villa en períodos posteriores. La peculiaridad de estos nodos está determinada por la intersección de varios ejes, elemento que los dota de cierta irregularidad geométrica y que formalmente los singulariza.

Vivencialidad y afiazamiento del imaginario

Las procesiones principeñas del siglo XVIII enriquecen el acervo cultural de raíz popular hispana y afianzan el imaginario urbano en los habitantes al tomar como punto de llegada y partida los nodos establecidos, que destacan las sendas principales de la ciudad. A la permanencia de la procesión del Vía Crucis en Semana Santa y los festejos de la Santa Patrona de la Villa, el 2 de febrero, se añaden las celebraciones del resto de las iglesias, en su mayoría traspoladas desde la Península, pero cargadas de matices generados en la localidad.

La procesión del Santo Entierro, por ejemplo, la enriquece la exuberante decoración y teatralidad de filiación barroca del Santo Sepulcro, obra de orfebrería realizada en plata, que recorre el circuito de las principales parroquias en hombros de los más fervientes feligreses. Entre los días de San Juan (24 de junio) y San Pedro (29 de junio) la villa se sumerge en un enmascaramiento de sus costumbres cotidianas, al punto de desdibujar la estructura social que la sustenta; los asaltos, la caza del verraco o las carreras a caballo en los bordes urbanos son actividades que se desplazan hacia la periferia urbana. En las pequeñas plazoletas, se desarrollaban fiestas que, por su carácter popular, matizaban los contrastes entre los diferentes espacios que estructuran la villa; en la Plazoleta de Triana, por ejemplo, en vínculo con los cabildos negros, ocurre la elección de la Reina del San Juan.

Autor: MsC. Marcos Tamames Henderson

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Leyenda del tinajón

«No abundan los aljibes; el agua se recoge en hermosas tinajas […], colocadas en los patios, por su gran cantidad contendrán 4 ó 6 de ellas la cantidad de agua de un aljibe». Así describió el habanero Antonio Bachiller y Morales los típicos tinajones camagüeyanos cuando en 1838 visitó la ciudad de Santa María del Puerto del Príncipe.

El tinajón es el símbolo camagüeyano por antonomasia. Constituye la representación lugareña más enraizada. Por ello, a Camagüey se le conoce en toda Cuba como la «ciudad de los tinajones».

Nuestro tinajón tiene antecedentes en la vasija andaluza. Fue la solución con la que alfareros procedentes del sur de España -asentados tempranamente en Puerto Príncipe- trocaron en almacenes de agua los recipientes antes empleados para guardar granos, vinos, aceites y otros líquidos. Aunque los tinajones se elaboraron masivamente en nuestra región a partir del siglo XVII, no son privativos de ella. Se hicieron también en otros lugares de Cuba -Trinidad y Sancti Spíritus-, las Antillas -Jamaica- e, inclusive, en la América del Sur -Chile y Perú-, donde se recogió la tradición alfarera de la civilización incaica.

Del barro rojo de la Sierra de Cubitas comenzaron a fabricarse los tinajones desde los años del 1600, según noticias, a pesar de que no hay hoy día ningún tinajón inscrito con fecha tan remota. La más antigua data de 1760. Su producción tuvo el mayor auge en las décadas centrales del siglo XIX. A partir de 1868, con el inicio de las contiendas independentistas, quedó casi cancelada. Se restableció sólo entre 1878 y 1895, para luego cesar por completo. Todo hogar del Camagüey tenía al menos un tinajón.

El agua contenida dentro las frescas paredes era empleada para beber y cocinar, y se hizo brindis acostumbrado a las visitas de propios y extraños. Y muchos de estos terminaban casándose aquí… Por ello antaño y aún hoy suele decirse, en noviazgos y bodas semejantes al galán: -¡Ese tomó agua de tinajón! En 1900 existían en la ciudad más de 16 mil tinajones. Hoy apenas quedan unos 2 500 de los originales. Muchos de los que hoy adornan jardines y parques fueron fabricados con posterioridad a 1976, cuando se rescató esa tradición alfarera. De uno a otro siglo los tinajones fueron variando la forma.

En esencia siempre quedó un modelo clásico que ha llegado hasta nuestros días. El típico tinajón camagüeyano es aquel de voluminosa panza, líneas geométricas delimitadas y cresta destacada, o amigdaloide. Distintas anécdotas lo sitúan como escondite propicio para donjuanes pueblerinos sorprendidos en pleno romance, en terreno ajeno…

Se dice que en 1875 un soldado mambí visitaba a su hijo enfermo en la ciudad, cerca de la histórica Plaza de San Juan de Dios. Fue delatado y pudo salvarse de ser capturado por los guardias civiles españoles que lo buscaban, escondiéndose dentro de un voluminoso tinajón.

La imaginación de decenas de artesanos jugueteó con el blando barro en disímiles inscripciones y motivos ornamentales. El torno siguió girando generación tras generación. Los maestros alfareros sentaron las bases de la actual cerámica camagüeyana.

Y junto a esta nueva generación, en los típicos patios del Camagüey, transpirando humedad de siglos, entre arecas, flores y helechos, todavía vigilan el tiempo los grandes y ventrudos tinajones.

Tomado de Internet.

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¡Llegó el San Juan!

Mucho antes del arribo del mes de junio comienzan los preparativos para las fiestas carnavalescas, una especie de fiebre colectiva identificada aquí como el San Juan camagüeyano.

El ensayo de congas y comparsas da fe de ello. ¿Quién no se ha sentido atraído con esta contagiosa música y ha echado un pie bajo el influjo de su ritmo afrocubano?

La percusión de sus tambores, el repiqueteo de los cencerros y el sonido agudo de las trompetas se adueña de barrios y calles como Matadero, Rosario, Palma, Cristo y El Jardín, por sólo citar algunos.

San Juan y fiesta de pueblo es una misma cosa, constituye una parte de su folclor.

Comienza el día 24 con la lectura del Bando por parte de la máxima autoridad del Gobierno local, y concluye el 29 con el entierro de San Pedro.

Resulta conmovedor el llanto de la viuda y hay que ver la cara de velorio de sus más allegados. Es el plato fuerte de miles de lugareños, quienes siguen en masa el cortejo fúnebre por las angostas calles de la ciudad.

Mención especial para el tradicional ajiaco camagüeyano, el cual se elabora y cocina en las calles el primer día de la fiesta para ser degustado por toda la familia.

Una característica muy original del San Juan es el adorno de las calles. Se produce una emulación y la iniciativa y creatividad de la población es determinante para elegir una ganadora.

Otros atractivos de estas fiestas populares son los paseos de carrozas, los monos viejos, las comidas tradicionales, el colorido de los vestuarios y los bailes populares.

Esto, a grandes rasgos, forma parte de la génesis del San Juan camagüeyano, cuyos inicios se remontan a la primera mitad del siglo XVIII, una tradición que se mantiene viva en los hijos de la antigua Villa.

Autor: Adelante Digital

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