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lunes, mayo 20, 2024

El indio bravo

En los más diversos rincones de Cuba existe alguna leyenda de bandoleros. En el centro de la Isla, el célebre Manuel García, «El Rey de los Campos de Cuba», ha dejado una impronta, muy bien atrapada por Carlos Enríquez, tanto en sus lienzos como en su novela Tilín García. Sin embargo, ningún personaje hay tan misterioso como el Indio Bravo de Puerto Príncipe.Corría el año 1800.

En la jurisdicción de Puerto Príncipe apareció un bandolero singular, que a diferencia de otros conocidos, no tenía al parecer nombre ni apellido. Todos le llamaban el «Indio bravo». Parecía diferenciarse también de los demás en no ser un simple ladrón de fincas y sacrificador de ganado. Tampoco era un salteador de caminos, con el trabuco terciado, listo para despojar de sus cuartos a algún opulento hacendado que se cruzara en su camino. No.

De boca en boca comenzaron a correr los rumores más extraños: se decía que era un legítimo indio, descendiente de aquellos aborígenes que Vasco Porcayo y otros conquistadores exterminaron a fuerza de trabajos y malos tratos. Se le suponía dotado de fuerza excepcional y crueldad primitiva. Según algunos tenía una destreza especial en el uso del arco y la flecha, armas ya olvidadas, aún en un sitio tan tradicional como Puerto Príncipe. Se murmuraba que dejaba tras de sí una estela de reses, muertas o vivas, pero todas con las lenguas arrancadas, pues de ellas se alimentaba esencialmente el depredador.

Pronto los rumores subieron de tono, se comentaba que el asaltador era un caníbal y que se robaba los niños para alimentarse con ellos o simplemente para devorar su corazón y beber su sangre. Muchos que en los corrillos y tertulias presumían de valientes no se sentían ya seguros para recorrer el camino hasta sus fincas. En la ciudad las mujeres recogían a los niños antes del oscurecer y las trancas y pestillos parecían pocos para protegerse del fantasmal bandolero. Comenzaron a decaer las visitas y fiestas y según los viejos, aún los festejos del San Juan comenzaron a suspenderse pues no estaba el ánimo para diversiones.

Los intentos para capturar al Indio bravo parecían vanos, fuera que este resultara muy hábil para eludir a quienes le buscaban o bien que quienes decían hacerlo no ponían demasiado empeño en propiciar tal encuentro, tan sobrenaturales eran la fuerza y perversidad que atribuían al personaje.

Hay que recordar que, según se ha estimado, a fines del siglo XVIII, el territorio del Camagüey contaba con alrededor de 33, 677 habitantes[1], de los cuales más de dos tercios residían en la villa cabecera, por lo que la mayor parte de los campos estaban semidespoblados. La instrucción pública estaba en estado crítico, escaseaban las escuelas de primeras letras y sólo a partir de la tercera década del siglo XIX ciertas congregaciones religiosas como los Escolapios y las Ursulinas se harán cargo de la enseñanza para los hijos de las familias principales que hasta entonces tenían que ser enviados a La Habana o al extranjero. Muchas familias que presumían de ilustras linajes ni siquiera sabían firmar y palacetes hubo en los que nunca entró un libro. La primera imprenta y el primer periódico: El Espejo sólo vieron la luz en 1812 y en ese mismo año fue que pudo lograrse que se estableciera un servicio de correos semanal que uniera la villa con la Capital y el resto del país.

Es explicable, pues, que los rumores se propalaran con mucha facilidad y mientras más absurdos fuesen, se les diera más crédito. Por otra parte, una atmósfera tan cerrada provocaba con facilidad hechos brutales: cada cierto tiempo, las luchas entre bandos políticos se dirimían en la vía pública a tiros y a cuchilladas, las rebeliones de esclavos eran castigadas con espantosos suplicios y hasta 1827 los vecinos acostumbraban a reunirse en la Plaza de Armas para ver ahorcar a los reos como si fuera una diversión pública. Muchos jefes militares, jueces y regidores ejercían su poder con suma arbitrariedad y con frecuencia despojaban o maltrataban a ciertos individuos sin que ellos tuvieran a donde apelar de este proceder.

La instauración de la Real Audiencia en la cabecera del territorio, el 30 de julio de 1800, poco después de hacer su aparición el bandolero, vino a traer cierta ilustración, orden y legalidad a Puerto Príncipe, con ella, llegaron de Santo Domingo letrados de cierta cultura y refinamiento, pero el clima sólo iría cambiando al paso de varias décadas. En resumen, el Indio bravo no era lo más feroz de esos tiempos…pero sobre él recaía por entonces toda la atención.

En 1801 el Ayuntamiento prometió gratificar con 500 pesos – cifra elevadísima en esa época- a quien capturara al bandido. Pero había pocas esperanzas. El 6 de noviembre de ese año, en las Actas Capitulares del Cabildo se alude a la necesidad de «evitar los graves perjuicios que según es notorio está infiriendo al público en las haciendas del norte de esta jurisdicción un indio o guachinango que con arrojo e insolencia asalta los animales, los mata, y causa otros estragos de consideración»[2]. Por esos días se dice que el delincuente asesinó a un negro esclavo perteneciente a Antonio Lastre[3]. En mayo de 1804, Juan de Dios Betancourt Agüero, miembro del Cabildo, somete a éste un proyecto para la captura del criminal que operaba por entonces entre el Camino Real de Nuevitas y la zona de Magarabomba,[4] allí hace alusión al secuestro de una niña que pudo ser rescatada de inmediato, pero sin aprehender al autor de las fechorías. En este documento da la impresión de que el malhechor se le llama «indio» por extensión, a propósito de unos descendientes de aborígenes que habían cometido ciertas fechorías en las cercanías de La Habana en fecha reciente.[5]

En junio de 1804, el bandido secuestró al niño José María Alvarez González, hijo de un vecino principal de la Villa, posiblemente para reclamar un rescate, pero todos dijeron que era para devorarlo… y esto, unido a la fuerte recompensa, sirvió para apresurar la persecución del criminal. Éste fue atrapado y muerto el 11 de junio de ese año[6] por vecinos de la finca Cabeza de vaca, llamados Don Serapio de Céspedes y Don Agustín Arias. Se ha dicho que fue un esclavo de éste último quien en realidad dio muerte al delincuente, pero que por su condición no tuvo parte en la recompensa pecuniaria, a pesar de la intervención a su favor del Alcalde ordinario Santiago Hernández.[7] Como puede apreciarse, la injusticia quedó intacta.

Según la tradición, el cadáver del Indio llegó a la Villa en medio de la noche, pero las campanas fueron echadas al vuelo y de inmediato comenzaron espontáneamente las fiestas del San Juan, suspendidas desde hacía años.

El hecho no fue fácilmente olvidado. Nadie supo jamás cuál era el nombre real del Indio, ni de donde procedía, pero su romántica condición de rebelde solitario fue asociada décadas después con el enfrentamiento de los patriotas contra la metrópoli española, de ahí que el periódico clandestino que un grupo de jóvenes, encabezados por Raúl Acosta León, fundara en Puerto Príncipe en 1893, preparándose para la nueva etapa de lucha independentista, tuviera por nombre El Indio Bravo.

Autor: Roberto Méndez Martínez

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[1] Dato derivado de Torre Lasquetti: Ob. Cit, p. 365.

[2] Archivo Histórico Provincial : Actas Capitulares, Libro 7, folio 80, 6 de noviembre de 1801.

[3] Ibid ,folio 81.

[4] Ibid, folio 335.

[5] Ibidem.

[6] Torres Lasquetti en su Colección de datos…ofrece como fecha de este suceso el 11 de junio de 1803, debe tratarse de una confusión, pues las Actas del Cabildo siguen los sucesos a lo largo de 1804 hasta su desenlace.

[7] Raúl Acosta León :»Los dos Indios Bravos». En : El Indio Bravo, Puerto Príncipe, 5 de noviembre de 1893, p.1.

Tomado de Internet.

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El habla del viejo Camagüey

Camagüey no solo se distingue por sus características arquitectónicas muy autóctonas, hay un rasgo que se siente a cada paso y que también nos identifica: su hablar cotidiano. Estas peculiaridades en el decir provienen de siglos anteriores y se arraigaron, fundamentalmente, en el siglo XIX.

Aún hoy día muchos utilizamos al despedirnos el arcaico «abur», con frecuencia convertido en el diminutivo «aburito». Se sustituía así el «a Dios» y se camagüeyanizaba el arcaico «agur» del medioevo español. Al recipiente casero, utilizado hoy día para congelar el agua y transformarla en hielo, algunos le llamaban «artena», remedo tal vez de la «artesa», recipiente donde los barberos preparaban la jabonadura para el afeitado.

En la arquitectura somos prácticamente inventores, en el siglo XIX, de las «medias pilastras» que aún se observan en las fachadas de viejas mansiones coloniales, son esas columnas que se parten al medio y no llegan al suelo, también del «guardapolvo», ese alero que sobresale de las casas y que nos preguntamos: ¿de qué polvo nos guardaba realmente? El escalón de entrada de las viviendas es el «quicio» y los que eran de altura y ancho considerables como para sentarse la familia a refrescar en las calurosas tardes o noches, los denominaban «andenes.»

Los que habitaban la periferia de la ciudad, llamada marginal, eran nombrados como «indios» y esas áreas eran denominadas «barrios de orilla.» Es harto conocido el llamado «voceo» camagüeyano. El «vos», el «vos sabéis», proliferaron por siglos y el pueblo los incluyó en su vocabulario y lo adaptó a su manera de decir populachera, así nació el «vosabeí», entre otros términos que se hicieron peculiares.

¿A qué se debió que proliferaran estos arcaísmos? La jurisdicción de Puerto Príncipe, distante del mar, carecía también de comunicación terrestre con el resto de la isla, la ciudad poseía una particular unidad geográfica, con la llegada del ferrocarril, a mediados del siglo XIX, es que Puerto Príncipe se abrió al resto de la isla, pero para ese tiempo ya estaban muy marcadas en la forma de hablar de su pueblo expresiones y palabras.

Tomado de Internet.

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El epitafio a Joaquín de Agüero

Joaquín de Agüero había sido fusilado. Era imposible en aquellos tiempos de persecución y zozobra, honrar la memoria de los que habían señalado el camino del honor y el deber.

Pero como nada es imposible para los que verdaderamente aman, el amor de un patriota anónimo buscó los medios de manifestar en alguna forma la gratitud de todo el pueblo.A partir de ese año de 1851, cada Día de los Fieles Difuntos aparecía colocada sobre la bóveda que guarda los restos del patriota una cartulina en la que se leía este quinteto:

Víctima infausta de un amor sincero
sentido por el hombre y por la gloria
yace aquí el adalid Joaquín de Agüero;
su nombre guarda la cubana historia,
su muerte llora el Camagüey entero.

Con motivo de la aparición de este epitafio, conocido después popularmente como «la quintilla de Joaquín de Agüero», el ejército realizó muchas investigaciones sin poder conocer al autor de la poesía.

Pero lo cierto fue que desde aquella fatídica fecha, y hasta 1868, cada año. el 2 de noviembre, aparecía sobre la bóveda la popular estrofa. Desde hace muchos años en la tumba hay una lápida con estos versos.

Autor: Héctor Juárez Figueredo

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El Diablo en Puerto Príncipe

A diferencia de otras leyendas principeñas, la del Caricortado no parece, a primera vista, tener nexo alguno con la historia, sino pertenecer al linaje de las consejas y cuentos de aparecidos con los que, habitantes de la villa o campesinos, entretenían los ocios nocturnos y horrorizaban a los más jóvenes.

He aquí el relato, como hubiera podido escribirlo un autor romántico, hace siglo y medio.Al oscurecer de una tarde de 18…detúvose un elegante carruaje, tirado por un par de caballos negros, a la puerta de una casona de la ciudad. La vivienda, de quicio alto, amplio portón y prominente guardapolvos, había conocido tiempos mejores, ahora, desconchada, sucia y mal iluminada, resultaba «venida a menos» como sus probables moradores.

Descendió del vehículo – cuyo conductor parecía invisible- un hombre de mediana edad, impecablemente enfundado en un traje oscuro de buen corte. La penumbra no permitía discernir muy bien sus rasgos, salvo una perilla afilada que alargaba de modo considerable su mentón. De la mano izquierda pendía un maletín de cuero, de los empleados con frecuencia por los médicos para sus visitas a domicilio.

Un fuerte golpe de aldabón pareció resonar en todo el barrio, pero ya había anochecido y ni un alma transitaba por aquella calle, un tanto apartada del centro de la población. No pareció inquietarse el facultativo porque demoraran en responder a su llamado, ni siquiera intentó repetir el toque. Por fin, la puerta se entreabrió con lentitud y más que un rostro, pudo verse una lámpara de aceite sobresalir hacia el umbral:

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida…-respondió el visitante, ahora con cierta impaciencia. Soy el Doctor, vengo a visitar al enfermo…

-No recuerdo haberle llamado –dijo con cierto temblor una mujer de edad indefinida, ahora ya completamente visible: despeinada, con la bata raída y rostro demacrado que en otro tiempo fue hermoso – debe haberse confundido usted de domicilio…

-¿No hay aquí un enfermo?

-Sí y está muy mal, pero…

-No vengo por dinero – exclamó el galeno, ya un poco fuera de sí- Permítame pasar…

Con un encogimiento de hombros que podía denotar indiferencia o simple fatiga de la vida, la mujer no sólo le franqueó el paso, sino que lo condujo a través de la sala donde apenas había uno que otro mueble desvencijado y de la saleta donde se mal alineaban cuatro taburetes, hacia el segundo dormitorio de la casa y empujó allí, con cierto temblor, una puerta.

Adentro hedía a humedad, a sudor rancio, a heces fermentadas en el vaso de noche, pero el elegante doctor no vaciló.

-Déjeme solo un momento con el paciente.

La fatigada mujer dejó sobre una repisa esquinera la lámpara.

-Si necesita algo, puede llamarme.-y se retiró sin más ceremonias.

Al fondo de la pieza, sobre un catre apenas cubierto con una manta, había un hombre que comenzaba a entrar en la ancianidad. Alguna vez había sido alto y robusto, ahora era un cuerpo debilitado por la tos y la fiebre, en el que sólo había un rasgo notorio: un gran tajo de cuchillo había dejado en su faz una cicatriz transversal, de tinte rosáceo, que en otra época debió dar al rostro un aire feroz, ahora sólo tenía una apariencia lastimosa.

-¿Quién va?-exclamó con acritud entre dos toses el enfermo.

-Un amigo.

-No tengo amigos y además no necesito visitas de doctores – otro acceso de tos- es tarde y no puedo pagarlas…

-Esta es gratis y además es un deber de amigo.

El enfermo lanzó una brutal interjección antes de preguntar quién era el intruso.

-¿No me conoces, Caricortado? Soy el diablo y vengo por tu alma.

El catre se estremeció con la convulsión del cuerpo, pero estaba muy débil y apenas podía incorporarse.

-Sí-prosiguió el visitante-llegó tu hora. Ya atormentaste bastante a tu esposa y a tus hijos. Ya mentiste e hiciste suficiente daño. Nadie va a interceder por ti. La mayoría cree que moriste hace mucho tiempo.

A la luz de la llama en el rincón las facciones del galeno se descompusieron , pareciera que un brillo rojizo brotara de sus ojos pequeños y que la perilla se alargara de manera desmesurada. De las mangas de la levita, en vez de las finas manos de cirujano brotaban zarpas. El hombre del catre sacó del algún lugar fuerzas para lanzar un último grito. En ese momento la lámpara de aceite, como alcanzada por una ráfaga, cayó al suelo y se apagó en el mismo instante en que las garras del diablo se extendían hacia el Caricortado.

Cuando la mujer escuchó en la cocina el grito, corrió hacia la pieza, de su interior oscuro emanaba humo y olor a aceite quemado. Debió buscar otra lámpara. Sobre la yacija revuelta estaba el cadáver retorcido y atormentado del paciente. Ni sombra del doctor.

Fue hacia la puerta: visitante y coche habían desaparecido, quizá envueltos en esa especie de neblina que se divisaba cerca de la esquina. En la calle nadie, ni un sereno.

Hasta aquí la leyenda, ni más ni menos siniestra que otras de su género. En su trasfondo hay una sencillísima enseñanza moral: los malos no morirán tranquilos, pero también trasunta ella ese ambiente de sórdida violencia que respiraba el territorio en los años de la colonia, casi siempre oculta tras las construcciones de importantes edificaciones, la celebración de grandes fiestas y los graduales avances de la ilustración en un selecto sector social.

Las relaciones entre amos y esclavos, terratenientes y campesinos estaban lejos de ser idílicas e inclusive entre personas de alto rango social, a veces hasta entre parientes, no eran raras las escenas de violencia. La ignorancia, los intereses económicos, las bajas pasiones favorecían hechos sangrientos.

A lo largo del siglo XIX ocurrieron en Puerto Príncipe numerosos crímenes, muchos de los cuales nunca tuvieron explicación satisfactoria, basten un par de muestras.

En 1828, unos ladrones entraron en el domicilio del presbítero Don Victoriano de Varona y lo asesinaron en su lecho, así como a una criada que le servía y se llevaron todo lo de valor que encontraron. Nunca fueron aprehendidos y procesados, a pesar de que había sospechosos notorios.

El 22 de noviembre de 1846, las negras Encarnación y Dominga, esclavas de Don Diego Batista, vecino de La Caridad, asesinaron a tres hijos de este que habían quedado bajo su custodia y a uno perteneciente a Encarnación. Fuero golpeados con una barreta y luego lanzados al pozo. Otro de los hijos de Batista logró escapar y por él conocieron las autoridades del crimen. Tramitada la causa, fueron procesadas y condenadas las autoras: Encarnación a pena de muerte en garrote vil y Dominga «a 200 azotes por tandas de 50» y luego a diez años de cárcel. Nadie preguntó a Don Diego por qué había confiado a unas esclavas, evidentemente perturbadas, la custodia de sus hijos pequeños.

El diablo tenía mucho que hacer en Puerto Príncipe.

Por: Roberto Méndez Martínez

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El Cristo de la Veracruz y el Médico chino

Hay momentos en la historia de Puerto Príncipe en que se mezclan hechos reales y legendarios de tal modo, que no hay manera de desligarlos, como si lo maravilloso formara parte de la vida cotidiana del territorio, hasta el punto de que una visión demasiado racionalista del acontecer sería incapaz de comprender la íntima urdimbre de los acontecimientos. Así sucede con dos elementos que van a superponerse en la memoria del ya lejano siglo XIX camagüeyano: el misterioso Cristo de la Veracruz y el no menos enigmático Médico Chino.

Unos sencillos hombres de Nuevitas encontraron en el mar, mientras pescaban, una gran caja de madera, con una sola inscripción: VERACRUZ. Al abrirla encontraron en su interior una gran imagen de Cristo crucificado. ¿Aludía la inscripción exterior al destino de la talla, quizá encargada para uno de los tantos templos de la mexicana Villa Rica de Veracruz?, ¿se refería quizá a que se trataba de una de esas imágenes del Crucificado, muy veneradas en Europa, que en alguna parte de ella atesoraba una reliquia consistente en astillas de la «vera Cruz» o sea, el leño que sirvió de tormento a Jesucristo, encontrado por la madre del Emperador Constantino en Jerusalén, conservado en la iglesia romana de la Santa Cruz y de la que se extraían mínimas porciones para obsequiar a reyes y prelados? Ni siquiera podían aquellos pescadores hacerse esas conjeturas, simplemente dieron el hecho por milagroso y llevaron el hallazgo a tierra.

Tampoco los ilustrados de Puerto Príncipe sabían del asunto, quizá la mayoría prefirió pensar que esta había caído de un barco o había sido arrojada al agua durante una tormenta, como era tradición que hacían algunos marinos desde muy antiguo para aplacar la furia de los elementos. Llamativamente la pieza no fue llevada a un templo, sino sacada a la venta pública. Fue adquirida por un matrimonio acomodado, de rancia estirpe principeña: Don Ignacio María de Varona y  Doña Trinidad de la Torre Cisneros, quienes la instalaron en su casona de la calle Mayor esquina a San Clemente.[1]

Pronto la imagen ganó fama popular de milagrosa. Cada año el matrimonio la llevaba durante la Semana Santa  a la vecina Parroquial Mayor, de donde salía el Viernes Santo en procesión por las calles, para volver a ser guardada en su domicilio. En una ocasión, cuando la ciudad estaba azotada por una gran sequía, la cruz fue sacada en procesión extraordinaria para suplicar que lloviera e instantes después de concluir esta, formóse una gran tempestad y pocos minutos después se derramó un gran aguacero, lo que llenó de júbilo y admiración a todos, en un territorio donde ricos y pobres dependían de los productos de la agricultura.

Es interesante apuntar que en esa casona de la calle Mayor nació Ignacio María de Varona y Agüero, nieto del citado matrimonio, quien andado los años se convertiría en un ingeniero relevante, que llegó a ser Jefe del Departamento de Agua, Gas y Electricidad de New York, ciudad en la que contribuyó a la instalación del tranvía urbano y para la que diseñó los famosos «elevados» neoyorkinos. Tanto en la contienda de 1868 como en la de 1895 colaboró con los insurrectos y ayudó a recabar fondos para enviar expediciones a la Isla. Este científico era también poeta aficionado de cierta calidad y lo llamativo es que la única pieza salida de su pluma que conocemos es un soneto al Crucificado que dedicó a su tía Lola de Varona, muy probablemente inspirado en la imagen que desde su infancia se veneró en su casa:

Yo, vivo; y vos, muriendo dueño amado;

Yo, en gloria; y vos en penas mi querido;

Yo, sano; y vos, mi bien, tan mal herido;

Yo, con soberbia; y vos tan humillado;

Yo, con honor; y vos tan afrentado;

Yo, celebrando; y vos escarnecido;

Yo, contento; y vos tan ofendido;

Yo, confortado; y vos crucificado.

No, Señor, no es razón siendo mi esposo

Que yo no muera a fuerza de mi llanto,

Muriendo vos tan triste y abatido.

Muramos ambos, Dueño Sacrosanto:

Vos de amor que me tenéis piadoso;

Yo, de dolor, de haber pecado tanto.[2]

El 14 de marzo de marzo de 1848 llegó a Puerto Príncipe una figura que inmediatamente despertó la curiosidad de los vecinos,  se trataba de un médico natural de Pekín, al que se comenzó a conocer como  «el chino Siam». Hombre ceremonioso y cortés, pronto ganó prestigio con las curaciones que realizaba, a pesar del temor y la ignorancia de muchos principeños que al principio lo consideraban como un hechicero y de los comprensibles celos de muchos galenos locales a los que iba sustrayéndoles clientela. Un suceso inesperado lo cambiaría todo.

Un Viernes Santo, muy probablemente el de 1850, mientras la procesión de la Veracruz recorría las céntricas calles principeñas, apareció súbitamente Siam, ataviado con ricas vestiduras orientales y ,solemnemente, se arrodilló en medio de la vía, delante de la imagen, en gesto de oración. La sorpresa fue general: el misterioso brujo se había convertido al cristianismo. Cuenta la leyenda que al día siguiente, visitó a los esposos Varona de la Torre y les expresó su deseo de recibir el bautismo. ¿Era sincero el personaje o había encontrado esta vía para alejar de sí los malignos rumores e incorporarse mejor a la sociedad en la que iba a residir y ejercer su profesión? No es posible discernirlo.

Según consta en el Archivo de la Parroquial Mayor, el «chino Siam» recibió allí el bautismo el 25 de abril de 1850 y adoptó el nombre de Juan de Dios Siam Zaldívar.  Pronto ganó prestigio en la ciudad y algunos aseguran que amasó una gran fortuna con el ejercicio de su profesión. Su silueta se hizo familiar en la ciudad, acostumbraba a desplazarse en un lujoso carruaje y vestía, ya al modo occidental, con traje negro, cruzado por una leontina de oro con un sonajero.[3] Pasó el resto de su existencia en Puerto Príncipe: en 1879 vivía en la calle Jesús María no.23[4] y en el Padrón de Vecinos se le consigna como de 68 años de edad, casado y médico[5]. Falleció el 23 de marzo de 1885[6]. Dos días después de su muerte apareció una gacetilla en la sección «Flores y Espinas» del diario El Camagüey, que recoge su deceso : «El lunes por la tarde se dio sepultura al cadáver de D. Juan de Dios Siam, hijo del celeste imperio, que había ejercido entre nosotros con buen éxito la ciencia de Galeno.»[7]

La imagen de la Veracruz se ha perdido sin dejar rastros de ella, en cuanto al «chino Siam» ha quedado en el habla popular, a través de la expresión coloquial, extendida por todo el país, «eso no lo arregla ni el médico chino».

[1] Hoy Cisneros esquina a Raúl Lamar.

[2] El Camagüey Legendario, p.107.

[3] Enrique de la Torre y Rojas : Memorias camagüeyanas de Enrique José Varona. Ejemplar mecanografiado. Archivo personal de Gustavo Sed Nieves.[4] También conocida como Calle del Teatro, luego Padre Valencia.

[5] Padrón de vecinos de 1879. Archivo personal de Gustavo Sed Nieves.

[6] Registro de la Propiedad : Tomo 74 f.115.

[7] El Camagüey, 25 de marzo de 1885, p.3.

Por: Roberto Méndez Martínez

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El aura blanca

En mayo de 1860 un ave blanca apareció entre la bandada de auras que sobrevolaban el hospital de San Lázaro y la Quinta Simoni. En junio, el ejemplar fue expuesto en la Casa de Gobierno.

Su captor había sido el doctor José Ramón Simoni Ricardo, director honorífico del hospital.Empero, el pueblo creó una tradición inmortalizada por La Avellaneda: Gozaba el religioso franciscano José de la Cruz Espí (1763 – 1838), el Padre Valencia, del cariño del pueblo principeño: brindaba servicios, mediaba en disputas y aconsejaba.

Un día decidió construir un lazareto y lo logró. Era el hospital el orgullo de la ciudad. Pero he aquí que murió, y llegó la escasez y el hambre para los míseros leprosos.

Cuentan que las auras tiñosas recorrían ya el abandonado huerto del hospital, en espera de los cuerpos de los famélicos enfermos.

De repente apareció un ejemplar albino de la especie. El «aura blanca» se dejó coger mansamente, y hasta dicen que parecía querer acariciar las llagadas manos de sus captores.

Al día siguiente todo Puerto Príncipe comentaba que el alma del Padre Valencia, tantas veces invocada en medio de los sufrimientos de los lazarinos, había bajado a ellos.

El interés general fue tal que se hizo una exposición pública del ave. Se puso precio a la entrada. Lo recaudado se destinó a aliviar las perentorias necesidades del hospital.

Con igual propósito fue paseada por el país… Para incrementar la recaudación, el «aura blanca» fue después rifada. Vendida para seguir obteniendo el dinero que tanto precisaba el hospital, llegó a Matanzas, allí la adquirió —en perfecto estado de salud— el sabio naturalista Don Francisco Ximeno, para su zoológico personal.

Allí murió; y se realizó el trabajo de taxidermia en 1864. Ximeno la mantuvo entre los ejemplares de su colección hasta 1884, cuando la vendió al Museo de Historia Natural del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, donde estuvo casi un siglo, y luego en la librería «El Pensamiento».

Hoy se puede ver en el Museo Provincial de la Atenas de Cuba, en el Palacio de Junco. Este ejemplar albino de la especie Cathartes aura es uno de los exponentes más antiguos de Cuba.

Menos antiguo, y sin el aura de la leyenda, hay otra aura blanca en el Museo Provincial de Camagüey.

Tomado de Internet.

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El Ajiaco camagüeyano

La historia del surgimiento del ajiaco camagüeyano merece contarse. Coincidiendo con el mes de junio y con la temporada de lluvias, llegaban a la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe -hoy Camagüey- numerosos hacendados y multitud de vaqueros para traer, comprar o intercambiar ganado, pieles y carne salada.

A veces la lluvia o la larga espera motivaba la permanencia de la tropa por muchos días, por lo que las familias criollas ofrecían fiestas a parientes o amigos recién llegados, oportunidad en que se aprovechaba la celebración de San Juan el día 24.

Diversos callejones y calles improvisaban sus guateques para la peonada, adornados con pencas de cocoteros y palmas, papeles y telas de colores.

Claro que alimentar a todas esas personas, por varios días, no era tarea fácil, pero los vaqueros de cada finca acostumbraban a traer sus calderos y víveres, armando la cocina en cualquier esquina o zaguán.

Otra parte muy pobre del pueblo solía situar, el 24, ollas de barro en algunas áreas, o trazaban sobre la tierra un círculo donde los vecinos de los alrededores depositaban viandas, carnes o algunas monedas a fin de celebrar comidas colectivas, al igual que hacían los ganaderos.

A una hora determinada participaban en aquel sopón todos los que habían contribuido a él, acompañando la comida con aguardiente y vino de frutas.

A ese espeso caldo lo denominaban ajiaco, que es voz indígena, y se compone de carne de cerdo o de res, tasajo, pedazos de plátano, yuca, boniato y calabaza, bien cargado de zumo de limón y ají picante.

Como desde un principio el tasajo y el casabe se vincularon a esta comida montuna, y fue en Camagüey donde se mantuvo esa práctica de antaño, se considera al ajiaco un típico exponente de la cocina camagüeyana.

Cocina que cada 24 de junio retorna a sus orígenes para, en familia, con un poco de aquí y otro poco de allá, como los buenos ganaderos, degustar el delicioso plato que nos hace auténticos principeños.

Artículo: ¿Sabe usted cómo, dónde y por qué se hizo famoso el ajiaco camagüeyano?, Autor: Miguel Febles Hernández

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De San Juan a San Pedro

El San Juan camagüeyano pervive como auténtico exponente de la cultura local. Con rasgos de antaño y elementos actuales, la fiesta más popular del Camagüey continúa siendo espacio y momento para la diversión.Las celebraciones del San Juan, fiestas populares que marcan el esplendor de la cultura principeña, se muestran como herencia occidental que, desde el siglo XIX, adquieren un definido carácter criollo.

Las referencias europeas indican que los campesinos de Francia, Alemania, Noruega, Estonia, Italia y España, acostumbraban a encender hogueras las vísperas del 24 de junio, en torno a la cual danzaban con el interés de favorecer la recolección de las cosechas, alejar las brujas y las enfermedades del ganado.

Puerto Príncipe, de base económica agraria y ganadera se corresponde con estas coordenadas y por tanto, no es casual que también los habitantes de esta región optaran por similares expresiones culturales.

Atendiendo a los orígenes, Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, le considera tan antigua como el Príncipe mismo y la describe con las siguientes palabras:

En el mes de junio es ya a mediado de la estación lluviosa. Entonces nuestra gente campesina anda mucho a caballo: es el tiempo oportuno de recoger ganados, pastorearlos, conducirlos a los corrales, contarlos y beneficiarlos: y se necesita engordar los caballos, correrlos, amaestrarlos para ese servicio de las fincas. Júntanse los montunos de las haciendas inmediatas: ayúdanse mutuamente a los trabajos del pastoreo, recogida, encierro en los corrales, marcas de señal y letra de propiedad de los ganados. He aquí pues formada una trullada o pandilla que corren, vocean, cantan, se provocan, se desafían, se alientan a la carrera, a la destreza y a la agilidad ecuestre; y aquí el origen, para mí, del San Juan, y la elección de la época. Esto pasó del campo a las inmediaciones, y después a la ciudad misma conservando en algunas cosas las huellas de su cuna; pues como luego lo verá usted la imitación de las operaciones del campo, hacía parte de la diversión de la ciudad. (1)

Sólo un hombre tan ilustrado podría, en pequeña síntesis, resumir los rasgos principales de la fiesta más importante del camagüeyano actual; pues además de referirse a su génesis también aborda a los participantes, a esa llana heterogeneidad social donde hacendados y peones valían por sus habilidades en el ámbito de la ganadería.

No escapa al lugareño la comprensión del San Juan como una ocasión de amistoso enfrentamiento de «pandillas que corren, vocean, cantan, se provocan, se desafían, se alientan a la carrera, a la destreza y a la agilidad ecuestre». Esa es la esencia de nuestra fiesta, de esos días en que se desdibujaban las marcadas diferencias entre los habitantes de la ciudad colonial.

Significativo valor cobra la permanencia de la ceremonia que acompaña el final de los festejos: el entierro de San Pedro, el 29 de junio. ¿De dónde tomó Puerto Príncipe esta tradición? ¿Sería acaso de la costumbre establecida en Flandes de quemar un muñeco de paja al inicio y final de esta jornada?, ¿o tal vez el tradicional «entierro del Carnaval» propio de los países europeos en sentido general?

No hay que desdeñar la posibilidad de que, desde el continuo contacto de los principeños con europeos, nuestro alegórico entierro deba su nacimiento a la imagen italiana —particularmente en Abruzos— en que cuatro bebedores llevaban un muñeco de cartón acompañado de una mujer, supuestamente su esposa, que vestida de luto y deshecha en lágrimas, recogían dinero del público hasta llegar a la plaza en que se quemaría la figura.

Sin embargo, lo cierto es que esas fueron fuentes de inspiración al acontecer cultural que, cargado de criollismo, cobra bríos singulares en nuestro Camagüey.

Como bien indicaba El Lugareño, los festejos del San Juan se enriquecieron con el decurso del tiempo, en correspondencia con la recepción que los patricios locales hacen del progreso y la ilustración decimonónica, de modo que las principales acciones, tan propias del campo como las carreras de caballo y la caza del verraco dieron lugar a manifestaciones más refinadas que, no solo sirvieron para el franco divertimento sino también para el enmascaramiento del naciente ideario independentista.

Las fiestas populares creaban un ambiente de confusión tal que bajo su égida las grandes personalidades, tanto eclesiásticas como gubernamentales, eran víctimas de burlas, asaltos y pesadas gracias como la jugada a doña Josefa Jáuregui, esposa del Intendente del territorio en 1817, motivo por el cual se elevó causa hasta el Gobernador Capitán General de la Isla e incluso, hasta la Corte española, olvidando la máxima filosófica de esos días que indicaba el ser sumamente paciente y tolerante para no reafirmar la burla recibida. Suceso que a más de prohibir los torneos de equitación, los disfraces y las bromas callejeras, y reducir las festividades al ámbito familiar, ofrecieron una falsa imagen de vulgaridad camagüeyana a los diferentes niveles, absurda valoración cuando de fiestas populares se trata.

Uno de los rasgos que más ha tipificado las fiestas del San Juan es la ingeniosidad de sus habitantes para obviar tales prohibiciones, tal es el caso de los ensabanados como respuesta a la prohibición de los disfraces. Sobre ello El Lugareño apuntaba:

El pueblo, nunca bastante saciado de su diversión, y acostumbrado a usar el San Juan de noche, buscó un medio ingenioso de eludir la prohibición, y lo encontró en las sábanas, manteles, cortinas y cuantos lienzos les vinieron a las manos. La sábana o colcha de una cama es un mueble con el cual puede uno cubrirse de pies a cabeza; es un mueble quitadizo, mueble que de un golpe se presenta colgado al brazo como una toalla que se lleva al río o a casa de la lavandera, quedando la persona en traje casero y burlada la prohibición graciosamente. (2)

Fueron las principales familias, a partir de 1834, las que se encargaron de mostrar en plenas fiestas del San Juan, la rica cultura de los principeños. Para entonces, junto a las más populares expresiones, recorrieron las calles de la ciudad escenas mitológicas: el viaje de Mahoma, comparsas de musas, romanos y sabinas, entre muchas otras, e incluso, plasmaron los más codiciados proyectos de sus ilustres hijos como en el San Juan de 1846, ocasión en la que un grupo de jóvenes representaron, en miniatura, la puesta en marcha de un ferrocarril en las calles principales, (3) o aquel, en 1862, en que salió la comparsa «El Siglo XIX», donde Águeda de Cisneros Betancourt, hermana de Salvador Cisneros, representaba el siglo; Ana Betancourt de Mora, la fraternidad; Catalina Agramonte, la tolerancia; Concepción Agramonte de Sánchez, la paz; Carmen Labastida de Betancourt, la ciencia; Teresa Agramonte de Agramonte, la electricidad; Dolores de Agramonte, las artes; Amalia de Velasco, el vapor, Rosa Sánchez, el comercio y, Rufina de Agramonte, la industria. Así, los festejos de San Juan desbordan el mero divertimento para devenir fiel representación de la imagen cultural del pueblo.

Las preocupaciones de los habitantes en las diferentes épocas, que afloran en estas fiestas de manera sutil y artística, es una constante de todos los tiempos. Baste recordar las fantásticas ambientaciones que llenaron los espacios públicos del San Juan camagüeyano en la etapa revolucionaria, los palacios chinos, la conquista y viaje al cosmos del cubano Arnaldo Tamayo en colaboración con la URSS o los pasajes dejados por la imagen televisiva en el género de aventuras o novelas.

La trayectoria o recorridos de los paseos y comparsas del San Juan camagüeyano también se han modificado a lo largo de la historia.  En el siglo XIX, el periplo estaba definido por el Alcalde Municipal de la ciudad, quien lo anunciaba en la lectura del Bando correspondiente al año en cuestión y generalmente seguía como patrón las calles conocidas por su jerarquía como «calles reales», es decir, aquellas que enlazan las plazas que antecedían a los templos principales; principio dentro del cual sufrían ligeros cambios.

El crecimiento de la ciudad hacía la barriada de La Caridad en el XIX y más tarde, a la Vigía en el XX, hará que ambos puntos se conviertan en principio y fin del recorrido; pero no por ello definitivos.

Una singularidad perdida en la actualidad es la incorporación de espacios arquitectónicos a las festividades del San Juan, quedando reducidas solo al espacio público, es decir, a las calles y plazas. Ya desde la colonia, con el fortalecimiento de las sociedades culturales y de recreo, se establecía una amplia programación que, junto a las casonas de rancias familias, se sumaban a las festividades con ofertas singulares dentro del año.

De modo que los habitantes, principalmente los reacios a compartir la familiaridad que prima en el espacio abierto, podían optar por una propuesta de carácter más selecta donde sanjuanear. De dicha actuación la historia revela el surgir del Baile de la Piñata en 1843, iniciativa de Francisco Cabrera, empresario de un teatro ubicado en la calle San Ramón, donde, según la prensa, las muchachas elegantemente ataviadas, colocadas en círculo, competían en el intento de romper la piñata para recibir en premio una medalla y un blasón. (4)

También las casas se sumaban a este tipo de fiesta, siempre con la jocosidad que reinaba por esos días. Se hizo tradicional en la colonia el «asalto», una visita anunciada por un grupo de amigos para una hora específica, a fin de que los anfitriones les agasajaran con una mesa desbordada de alimentos y bebidas en el patio, centro cultural familiar por excelencia donde se bailaba hasta la madrugada.

Denigrante uso de niños en publicidad comercial durante el San Juan de 1923. Foto: archivo Era también costumbre, para sorprender a los propietarios, la iniciativa de algunos que, ensabanados, se llevaban a sus casas la cena de aquellos que disfrutaban del paseo, invitándoles luego a consumirlo como legítimos anfitriones.

Asimismo fue común ir de recorrido por casa de los juanes —los nombrados Juan— proceder que alcanzó vuelo inusitado en la figura del popular conductor de la radio Juan Castrillón (don Pacho), durante el período republicano.

La República neocolonial, en su amplia red de instituciones y sociedades, dio continuidad a la incorporación del espacio arquitectónico a las fiestas de San Juan, rasgo que, con la Revolución, en una mixtura social sin precedentes, se expresará de forma alternativa en la búsqueda de un lugar para el Teatro del Pueblo.  La novedad que incorpora esta etapa es la elección de la reina y su corte, proceso que adquiere diferente carácter con el paso del tiempo.  Resultaba memorable el acto de coronación y el programa de actividades a las que asistían.  También a este período se debe el surgimiento de las congas, a partir de La Arrolladora.

Otro de los rasgos inherentes a las fiestas del San Juan, y que también se enriqueció a lo largo del tiempo, es el peso que cobra la alimentación en estos días; no son pocas las personas que obviando las costumbres tradicionales de la familia optan por aquellas que afloran como signos culturales o típicos de esos días festivos.

Durante la colonia el rey de la mesa era el lechón asado, la gandinga, el casabe, el arroz con pollo y el salpicón (especie de fiambre compuesta por pepino, piña, yerbabuena, hojas de ciruelas, picadillo de carne, aceite y vinagre) y, como postre, cuajada con miel de abeja.  Entre las bebidas a degustar, la mistela y el aguardiente de caña no faltaban a la ocasión.  Hoy, el signo vital de este renglón lo ocupa el ajiaco criollo, ese rico compuesto en el que toma participación la comunidad, para otorgarle permanencia a la fraternidad cuyo vínculo con el San Juan se debe a una tradición de los barrios periféricos.

Pero también el San Juan se erige en signo de protesta o reflejo de determinadas situaciones de índole humanitaria, un termómetro sociocultural.  En este sentido habría que destacar la reducción del San Juan al espacio del Casino Español, antigua Sociedad Filarmónica, durante las guerras de independencia, momentos en que gran parte de los agramontinos se han incorporado a la contienda, así como la suspensión de la festividad entre el 1942 y 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, por solo citar algunos ejemplos.

Sin lugar a dudas, el San Juan, nombre con que pervive pese al reconocimiento de «fiestas de carnaval» conque se conocen las fiestas populares en otras ciudades cubanas, es un genuino y auténtico rasgo de la cultura local.  De ahí que una considerable parte de los camagüeyanos ausentes decidan optar por estos días para vacacionar y así correrla de «San Juan a San Pedro».

Quien se decida a disfrutar de esta fiesta sabrá que en el Camagüey, sus habitantes no se van de carnaval sino de San Juan.  Cuidar de su imagen, hacer que perviva como expresión genuina ha de ser, además de un placer, una responsabilidad de todos.

Fotos: Archivo Provincial y de la autora

Notas

1. «El Aguinaldo habanero» (1837), p. 214. (Recorte de prensa). Archivo de Gustavo Sed Nieves.
2. Ibid.,  p. 218.
3. «El Fanal», Puerto Príncipe, miércoles 8 de julio de 1846,  p. 2.
4. «Gaceta de Puerto Príncipe», Puerto Príncipe, 24 de junio de 1843, p. 3.

Autor: Ana María Pérez Pino / Tomado de www.ohcamaguey.co.cu

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Cómo surgió la Iglesia de La Soledad

Describir al Camagüey del siglo XVII resulta asombroso, más si por causa del deterioro de su entorno, en aquel entonces calles de tierra y terraplenes, se teje una insólita historia, que ha perdurado a 490 años de existencia.Puerto Príncipe no era más que bohíos y edificaciones muy sencillas. En la villa se carecía de alumbrado público y alcantarillado.

Las precarias condiciones de vidas favorecían la suciedad del medio. Vecinos del lugar vertían los deshechos y cuanta basura se generaba en las casas hacia el exterior, sin permitir el paso de caballos y carretones.

Un día de aquel escenario intransitable, una carreta de bueyes quedó atascada en fango y suciedad. El conductor después de probar todo tipo de latigazos en el lomo de sus animales y maldecir hasta el cansancio, no logró mover ni un ápice a la carga pesada. Los pobres bueyes seguían enterrados, como raíz a la tierra, en el mismo lugar.

Vecinos y merodeadores se acercaron y advirtieron que lo mejor era disminuir la carga y así lo hicieron. En medio de la faena los presentes vieron caer un paquete al piso. Al abrirse éste, se dejó ver dentro del bulto una Virgen de la Soledad.

Los lugareños del lugar se arrodillaron ante el santo venerado y creyeron que el suceso era una señal divina, donde la virgen deseaba, que se edificara en ese lugar (antigua calle Reina, hoy calle República) un templo en su nombre.

Lo más curioso no se halla en lo sucedido en el Puerto Príncipe legendario, sino la coincidencia de este con otro ocurrido en México en el propio siglo XVII.

La diferencia entre un hecho y otro radicó en que el animal era esta vez una mula, pero la historia se repitió tal y como sucedió acá. En México se levantó un templo, al igual que en la villa camagüeyana.

Hoy la iglesia de La Soledad se erige vetusta en la esquina, que una vez fue de tierra y quedaron enterrados en el lodo los bueyes con su carreta.

La historia permite conocer como en un corto tiempo, en el año 1713, quedó edificado el sagrado lugar y nombrado oficialmente capellán de ella al presbítero Velasco.

La iglesia se convirtió en sitio muy concurrido en el siglo XVIII. Vasta señalar que en ella se bautizó a gertrudis Gómez de Avellaneda en 1814; y se celebró el matrimonio de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni el primero de agosto de 1868.

En esta bella historia, convertida en fabulosa leyenda, los principeños cercanos a la imagen, cuidaron de ella, a tal punto que hoy se conserva en el altar mayor.

Tomado de Internet.

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De apellidos, títulos y vanidades

Una simple ojeada a cualquier archivo civil o religioso de Puerto Príncipe viene a confirmarnos enseguida en la tesis de que esta sociedad patriarcal estaba compuesta en realidad por unas pocas familias, que a lo largo de siglos se entrelazaron entre sí, de manera tal, que casi todo el mundo estaba emparentado, a veces en más de un grado.

Los apellidos Agramonte, Agüero, Betancourt, Varona, Caballero, Recio, se repiten hasta la saciedad y a nivel popular se busca un modo de identificar las distintas ramas de las familias. Unas veces se les da como apelativo el nombre del fundo o finca rústica que es su principal propiedad: de ahí los Rodríguez «Songorrongo», los Varona «Camujiro» o los Betancourt «Najasa». En otros casos se aludía con ello a ciertas peculiaridades físicas de esa línea familiar, así sucedió con los Zayas Bazán a los que dividieron nada menos que en «Chivo» y «Mono».

En ocasiones estos apelativos eran críticas nada disimuladas a defectos físicos o morales de algunas familias, así, una parte de los Rodríguez debió cargar con el apodo de «Cocorioco» por la incapacidad congénita de articular el sonido de la «c», lo que los incapacitaba para decir tal palabra, mientras que a algunos Varona se les colgó el de «Mal Pelo», por cierto aire de mestizaje que hacían evidente sus cabellos, por más que pretendieran ocultarlo. La proverbial tacañería de algunos Agramonte les hizo cargar por más de un siglo con el apodo de «Mamucho» (corrupción de «más-mucho»).

La vida, más o menos rústica aún, de los habitantes más poderosos del territorio, nada dados en general al lujo y la ostentación se prolongó durante las primeras décadas del siglo XIX. Sin embargo, algunos, por vanidad o por la influencia política que ante las autoridades pudieran ganar, se afanaron en poseer títulos de nobleza.

En 1817 concedió la Corona a Don Santiago Hernández y Rivadeneira  la merced de un título de Castilla, con la denominación de Conde de Villamar, con derecho a sucesión. A lo largo del siglo los herederos de estos pergaminos estuvieron muy vinculados a la administración colonial, siempre en el lado más conservador.

El segundo Conde fue un feroz opositor del Lugareño en sus empeños por crear el ferrocarril Puerto Príncipe- Nuevitas y engrandeció la fortuna familiar con el tráfico de esclavos y el contrabando. Poseía su propio camino hacia la costa para sus manejos comerciales al margen de las aduanas que llegó a ser conocido como «el camino secreto del Conde de Villamar». En una ciudad relativamente pequeña poseyeron un «palacio» –nombre pretencioso que algunos daban a sus sencillas casonas – en la calle Candelaria esquina a San Clemente, además de mantener una quinta en la barriada de La Caridad  y desde luego, un panteón en el más elegante tramo del Cementerio. Fueron siempre más vanidosos que útiles. Hoy están olvidados.

Un caso completamente distinto es el de Don Agustín Cisneros y de Quesada, al que se le concedió en 1825 el título de Marqués de Santa Lucía, como reconocimiento de la cesión que hiciera de tierras de su propiedad en el hato de Nuevitas y en El Bagá, para el fomento de población en estas tierras, gracias a lo cual muchas personas tuvieron techo y trabajo. Tanto Agustín como su heredero Salvador Cisneros Betancourt hicieron honor a su rancia estirpe criolla y apoyaron siempre las mejores iniciativas para el territorio. Salvador fue de los primeros en secundar el movimiento independentista en 1868 y tuvo una destacada actuación en las estructuras civiles de ambas etapas de la guerra. Delegado a la Constituyente de 1901 se opuso a que la nueva República reconociera «fueros y privilegios» y renunció a su título. Tuvo una actitud vertical ante las ingerencias foráneas y fue severo crítico de la corrupción administrativa. En las historia de Cuba se le ha reconocido como «El Marqués» por antonomasia.

Mas no fueron los títulos nobiliarios los únicos signos de vanidad en aquellos tiempos. Los poderes civil y eclesiástico vivían celosos de sus prerrogativas, de ahí que vigilaran continuamente los más pequeños detalles protocolares para evitar que la otra parte le fuera a arrebatar un mínimo de atribuciones.

En 1829 llegó  a la Ciudad en visita pastoral el obispo de Santiago de Cuba Don Mariano Rodríguez de Olmedo y Valle, figura de valiosa ejecutoria pero que vivía obsesionado por la nobleza de sus antepasados y no cesaba de repetir que sus ascendientes maternos llevaban en su blasón el mote: «El que más vale, no vale tanto como vale Valle» o como otras veces expresaba: «El que más da, no da tanto como ha dado Valle». Como era de esperar, tanta altanería debía despertar la suspicacia de la Audiencia, siempre preocupada porque su alta función jurídica fuese reconocida y jamás coartada por el poder eclesiástico.

Celebróse por aquellos días una ceremonia en la Parroquial Mayor a la que concurrió el Presidente de la Audiencia y desde luego el Prelado. Como mandaba el protocolo, el Obispo tenía derecho a llevar un paje que le llevara recogida la cola o cauda de la capa y el Presidente de la Audiencia a sentarse bajo un dosel, pero cuando pasara ante él el dignatario eclesiástico, el dosel debía bajarse y en respuesta, debía soltarse la cola del traje episcopal y que esta arrastrara el suelo. Sucede que por descuido o malevolencia del maestro de ceremonias de la Audiencia, al paso de Monseñor Olmedo, no se inclinó el dosel y el paje o caudatario del Obispo, a su vez, no soltó la cola. Entonces el maestro de ceremonias, sin atender al escándalo que ocasionaría en lugar sagrado, gritó en voz alta al paje: «¡Esa cauda!», a lo que éste, sin soltarla, respondió con otro grito: «¡Ese dosel!». Como era de esperarse, esto causó un importante escándalo, que no concluyó allí, sino que se formó un expediente que se elevó al Gobierno Superior, quien acabó desaprobando tanto la conducta de la Audiencia como la del Prelado.[1]

Otro escándalo, todavía más notorio, tuvo lugar en ese mismo año, cuando, con ocasión del novenario de Nuestra Señora de la Merced, se autorizaron corridas públicas de toros, para ello se levantó una plaza improvisada, cercada por barreras, en cuya parte inferior delantera estaban los palcos de las autoridades principales. Uno de estos palcos lo ocupaba un Oidor de la Audiencia quien había tenido disputas con el Marqués de San Felipe y Santiago, Jefe del Regimiento de Infantería de Cuba, acantonado en la ciudad y quien tenía a su cargo, una especie de parada militar previa a la corrida. Ansioso por molestar al Oidor, el Marqués indicó a sus soldados que una vez concluido el despliegue de las tropas, cuando iba a empezar la corrida, se sentaran sobre las barandas del palco de su adversario, para que él y su familia no pudiera contemplar el espectáculo.

Una vez que esa insolencia se llevó a cabo, se retiró ofendido el letrado con sus parientes, así como otras personas de palcos vecinos que habían sido afectadas igualmente, mientras se producía un gran alboroto entre los asistentes. Dada la excitación de los ánimos, la autoridad superior dispuso que se suspendiera el espectáculo, pero el Marqués, incapaz de refrenar su soberbia, hizo que desenyugaran un buey  de una carreta y lo llevaran al terreno para que fuera capeado por sus soldados, lo que no fue consentido por la Autoridad. Entonces, más encolerizado aún, el militar ordenó a algunos subordinados que destruyeran las barreras, estos después de poner en práctica la orden, armados con horcones, se dispersaron por las calles pidiendo que se les permitiera realizar saqueos. Los ciudadanos, por si acaso, se encerraron y echaron todos los pestillos y trancas que pudieron encontrar en sus domicilios.

Gracias a la valerosa actitud del Cabildo y a la del Teniente Gobernador Sedano fue posible arrestar al  belicoso militar y acuartelar la tropa antes de que alcanzara sus propósitos.

Nunca faltaron en Puerto Príncipe los que careciendo de fortuna, presumían de tener alguna o culpaban a cualquier hecho social o natural de haber perdido capitales imaginarios. Es el caso de Don Pedro Alonso Agramonte, amigo de Salvador Cisneros Betancourt, al que se conocía por no poseer bienes de consideración, pero que fue capaz de decir al Marqués, a propósito de la guerra del 68: «Mira, que estallar la guerra, cuando ya yo me iba empinando». El Marqués, hombre agudo y de rápida respuesta, le respondió impávido con una pregunta: «¿Con qué cabulla, Pedro Alonso?»[2]. Por varias generaciones se empleó la frase entre los camagüeyanos para replicar a personas pretenciosas o llenas de sueños vanos.

[1] Cf. Torres Lasquetti: ob cit, p.204.

[2] El Camagüey legendario, p.199.

Por: Roberto Méndez Martínez

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