Joel Jover y las costuras de la autenticidad en la Bienal de La Habana
Joel Jover Llenderroso, uno de los artistas más influyentes del arte cubano, regresa a la Bienal de La Habana, esta vez como parte de la muestra homenaje a los 40 años de este evento. La exposición, curada por Nelson Herrera Ysla, reúne a 26 artistas en la Estación Cultural Línea y 18, un espacio que celebra la trayectoria de aquellos que han marcado la historia de la Bienal.
Jover participa con seis obras de gran formato, pertenecientes a su serie Canto a mí mismo, realizadas en técnica mixta sobre nylon. La serie fue apreciada en Camagüey en febrero del 2022, como muestra colateral del 32 Salón de la Ciudad. Entonces, no expuso en un espacio convencional, sino en la tienda El Orbe, ubicada en la calle comercial Maceo.
Recientemente visitamos su taller con el pretexto de la Bienal. Tuve la sensación de entrar en un universo paralelo, donde pinceles, nylon y ahora también una gran aguja de coser revela su historia personal. Allí estaba, con una obra monumental entre manos, uniendo fragmentos de su pasado.
Trabajaba en su nueva serie donde evoca los muñecos animados que vio en su infancia, cuando la televisión solo transmitía en blanco y negro. Betty Boop, entre otros personajes, aparece como un símbolo más en este mosaico lleno de reminiscencias e íconos de toda una vida.
Detuvo el ritual de las puntadas para contar sobre la segunda Bienal de La Habana en 1986, cuando fue seleccionado entre 50 artistas. En aquel entonces vivía en Lugareño, un pequeño pueblo rodeado de cañaverales.
Fue allí donde pintó las obras que lo llevaron a la Bienal, aislado de los circuitos urbanos del arte. Tanto que el renombrado Raúl Martínez, movido por la curiosidad, se presentó en el pueblo para asegurarse de que realmente estaba trabajando en medio de ese paisaje rural.
UN VÍNCULO HISTÓRICO CON LA BIENAL
Joel recuerda sus primeras participaciones en la Bienal, específicamente en la segunda y cuarta ediciones, cuando el evento tenía su núcleo en el Museo Nacional de Bellas Artes. Aunque el formato de la Bienal cambió con los años, dispersándose en múltiples espacios, Jover siguió participando en muestras colaterales. “Después de la cuarta, todo empezó a cambiar, pero estuve en casi todas las demás”, explica.
El artista comenta que la muestra por los 40 años reúne creadores de diferentes generaciones, desde figuras consagradas como Roberto Fabelo y Manuel Mendive hasta artistas jóvenes que aún no conoce. La exposición se inaugura el 18 de noviembre, y no oculta el entusiasmo por ser parte de esta celebración.
Su inclusión en esa exposición central tiene un valor especial. “Siempre digo que ya mi carnaval pasó”, comenta con humildad. “Soy de generaciones pasadas y no estoy en el centro del meneo. Soy un artista que trabaja por amor al arte. Nunca mejor dicho: por amor al arte”.
ARTE DESDE LA PERIFERIA
La conversación se torna personal cuando Jover evoca sus inicios. Durante la segunda Bienal, vivía en el Central Lugareño y trabajaba en Minas, en condiciones que muchos considerarían poco favorables para un artista. Relata con humor cómo el pintor Raúl Martínez fue enviado a verificar si sus obras merecían estar en la Bienal. “Raúl vino a buscarme a Minas, pero tuve que explicarle que estaba a 12 kilómetros, en medio de cañaverales”, recuerda entre risas. “Al final, me dijo: ‘Si no me parecieran buenas, igual ibas a la Bienal, porque pintar donde tú estás pintando, eso no lo hace nadie’”.
Para Jover, el arte cubano no debería limitarse a lo que sucede en La Habana. “A veces parece que el arte cubano se circunscribe a la capital. Esto puede ser el síndrome del guajiro, pero no, es verdad. Pero yo digo que es lo que se hace desde la punta de Maisí hasta el Cabo de San Antonio, que puede ser más o menos contemporáneo, que puede ser más o menos bueno, eso es un problema del arte cubano”, señala.
ENTRE GOTERAS Y CARCOMA
Hoy, en su taller de Camagüey, lejos de las comodidades de los grandes estudios de otros artistas, sigue creando. La humedad y las goteras han sido testigos de su lucha por preservar sus obras, muchas de las cuales se perdieron a causa de la carcoma.
El artista reflexiona sobre las condiciones en las que trabaja. Su taller, ubicado en un edificio antiguo de Camagüey, es un espacio modesto pero vital para su creatividad. “La gente dice que está sucio, desordenado, pero esto es un taller, no una galería de arte”, comenta. A pesar de las limitaciones —humedad, goteras y falta de recursos—, Jover sigue creando.
Muchos de sus cuadros antiguos han sucumbido al deterioro, pero Joel lo acepta con filosofía. “Me voy a morir, me voy a echar a perder yo también. Entonces tampoco hay que preocuparse demasiado por la trascendencia. Yo quiero divertirme ahora, que es lo que he hecho siempre”.
Esta vez, al trabajar con nylon, espera que el tiempo sea más clemente.
EXPLORACIONES ACTUALES Y PARADIGMAS
En los últimos años, Jover ha ampliado su horizonte creativo incorporando técnicas como la costura, un arte que aprendió de niño gracias a su madre. “Me divierto cosiendo. A esta edad, si no está permitido todo, uno se lo permite”, dice con una sonrisa.
Jover aprendió a coser reparando redes de pescadores y bordando camisas de guinga en su juventud. Ha llevado ahora esa habilidad al centro de su proceso creativo. Cada puntada en sus obras es como un eco del pasado que da forma a su presente.
“Mi madre era costurera y mi padre, tú sabes, vivíamos en el puerto de Tarafa. Yo primero aprendí a coser tarraya de pescadores, o sea, a reparar las tarrayas con la aguja. Después aprendí a bordar. Había unas camisas de guinga y yo quería que tuvieran unas cositas, mi madre me las marcaba y me decía esto es así y así, el punto canevá. Yo hacía mis camisas y ponía botones. Estoy un poco recordando”, enfatiza.
El hecho de estar haciendo este tipo de obras, lo atribuye a la situación económica actual, por la que “no hay dónde amarrar la chiva, hay que inventar porque no puedo dejar de trabajar, que es lo único que sé hacer. Aunque asegure no tener otro oficio, dice: “Pudiera ponerme a bordar canevá, pero ya no se usa”.
Su nueva serie explora íconos y paradigmas, inspirándose en los muñequitos de su infancia. “Quiero darles una connotación especial. Son mis ídolos, mis paradigmas. Por ahí quiero entrar para hablar de lo que significa tener referentes”.
UN VIAJE BREVE PERO SIGNIFICATIVO
Jover no planea permanecer mucho tiempo en La Habana, pero asistirá a la inauguración de la muestra. “Voy la ida por la vuelta, como si fuera de safari. Las estrellas no podemos dejarnos ver mucho”, bromea.
A sus 71 años, conversa sobre su trayectoria y su decisión de quedarse en Camagüey en lugar de mudarse a la capital o al extranjero. “Tuve oportunidades, pero nunca quise irme. Lo que necesito es un espacio, tranquilidad y materiales para trabajar. Aquí me siento bien”.
Con más de cinco décadas de carrera, sigue creando con la pasión que lo impulsó a los 17 años. Su regreso a la Bienal no solo es un reconocimiento a su obra, sino también un testimonio de su compromiso inquebrantable con el arte.
Jover Jover comparte su visión con la misma sinceridad y autenticidad que caracteriza tanto su obra como su forma de ser. “Yo no necesito estar en la capital”, comienza, marcando una distancia tanto física como ideológica. Reflexiona sobre la uniformidad que percibe en los círculos artísticos de las grandes ciudades: “A veces me da la impresión de que en la capital hay como un contagio colectivo en cuanto a los estilos; la gente empieza a parecerse mucho. Antes enviaba mis obras a La Habana sin más, que las aceptaran o no, total. Ahora, sin embargo, me invade cierto temor. No sé cómo se van a ver mis piezas en medio de esa avalancha de artistas, muchos de los cuales ni siquiera sé qué hacen. Sé que lo que predomina allí es lo que llaman arte contemporáneo, pero yo no me considero parte de eso. Yo soy un artista, pero no un artista contemporáneo. El arte contemporáneo tiene sus características, y aunque algunos dicen que no es arte como tal, sino más bien un estilo, yo prefiero no entrar en ese potaje”.
A pesar de sus reservas, no hay desdén en sus palabras, sino un honesto enfrentamiento con sus propios temores y limitaciones: “Siento ese temor, pero luego pienso: ¿y qué? Voy a ir a la inauguración, me felicitarán, unos sinceramente y otros no, y luego volveré al lugar donde realmente me siento bien. Aquí la gente me quiere, la mayoría.”
Jover no solo ofrece un retrato de su percepción del mundo artístico, sino también de sí mismo: un creador profundamente arraigado a su identidad y a los vínculos humanos que lo sostienen. Su reflexión trasciende el arte y se convierte en una declaración sobre autenticidad, pertenencia y la búsqueda de sentido en un espacio que lo define más allá de etiquetas y estilos.
Su arte es su vicio, su juego, su vida, aunque a veces se pregunte si lo que hace es realmente arte. Pinta para divertirse, y, aunque eso pueda incomodar a algunos, Joel Jover en su modesto taller en una vieja ciudad sigue hilando historias, memorias y texturas que no dejan de sorprendernos.
Por Yanetsy León González/Adelante